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domingo, 7 de febrero de 2010

9.- OTRA VEZ ANTE LA MUERTE 18 y 19 ENERO 1939

Estamos en Tárrega, en plena batalla de Cataluña, dirección hacia los Pirineos, por Ponts. No estaremos en primera línea del frente hasta mañana. En la calle principal de Tárrega, por donde pasa la carretera a Barcelona, hay varios edificios destruidos a causa de la guerra. Tárrega está recién tomada. Entre estas casas, una en la que en la parte de fachada que no ha sido derruida, queda un pasquín de propaganda roja. Al pie de este resto de pared, ocupando la acera y parte de la calzada, un montón de escombros. Mirando al pasquín, se nos pone delante un señor alto, entrado en carnes, vestido kaki, botas altas, cazadora y gorro de campaña con estrella de cuatro puntas. Es el jefe del Cuerpo de Ejército de Aragón, el nuestro, el general Moscardó. Corto de vista debe de andar el general porque, para leer el pasquín, se ha subido a lo más alto del montón de escombros. Lleva la compañía de un soldado que, más que escolta, parece un asistente que le sigue detrás cuando el general baja del montón de escombros y sigue su marcha. Le saludamos militarmente y nos contesta. Yo le había visto un par de veces durante esta batalla de Cataluña; en la última, pocos días antes, alta ya la tarde, el general y el coronel Darío Gazapo, jefe de su Estado Mayor, con escaso acompañamiento, –el frente había estado inactivo ese día- traspasaron la primera línea y se adentraron en terreno de nadie. ¿Irán a pasarse al enemigo? Dije yo a mi acompañante. Reímos. Gazapo fue, precisamente, quien inició el Alzamiento en el Llano Amarillo, el 16 ó 17 de julio, al negarse a cumplir una orden de entrega de fusiles del Jefe del Gobierno y Ministro de la Guerra Casares Quiroga.



En las dos ocasiones en que había visto al General Moscardó, había mediado alguna distancia. Ahora lo tenía a un metro; éste era el héroe del Alcázar de Toledo, la gesta más sublime del Ejército de Franco, famosa en el mundo entero; Moscardó, el nuevo Guzmán el Bueno cuyo hijo es sacrificado porque el padre no se rinde; Moscardó, personaje de leyenda para los siglos venideros. Todo eso era ese hombre sencillo, corto de vista, que va, uno más, por una calle de Tárrega, seguido de un soldado, y que, al recibir el saludo de dos de sus combatientes, ha contestado: Hola, muchachos.



Una hora después, hemos emprendido la marcha para llegar, al anochecer, a un lugar cerca de Bellver y Montroig, a la derecha de Tárrega. Sustituimos, de cara a la noche, relevando, a los que están en primera línea; noche muy fría, cielo limpio, calma, rocío que se convertirá al amanecer en escarcha; dificultad en alcanzar el sueño cuando los pies están fríos dentro de las botas húmedas. Menos mal que hoy hemos encontrado, mi compañero y yo, un estercolero sobre el que acostarnos; el estiércol huele mal, pero es blando y caliente; después de todo, nosotros, tras meses sin bañarnos, sin ducharnos, sin cambio de ropa, tampoco olemos a rosas cuando nos acostamos, con los cuerpos pegados para defendernos del frío. Dos turnos de escucha esa noche, de dos horas cada uno, y al hacerse de día, desayuno, rancho frío, conserva de alubias y sardinas en aceite, porque vamos a operar. Hoy nuestra Compañía va de reserva, o sea en segunda línea. Si no pasa nada, nos libraremos de arrastrarnos por el suelo, de correr a toda marcha al atravesar zonas batidas, cargados siempre con los más de 30 kilos que pesan el fusil, la munición, las bombas de mano, de Laffite y de piña, la lona, la manta, el capote, el macuto y la cantimplora. Si no pasa nada, pero sí que pasó.



Estamos cerca del mando de nuestro Comandante, que está pegado al teléfono de campaña. Le oímos gritar cuando comunica con los artilleros: Estáis disparando sobre nosotros, rectificad el tiro. Vemos delante nuestro, a distancia, las explosiones artilleras no sobre la cota que se pretende escalar sino sobre el pie de la elevación. El Comandante, según va pasando el tiempo, se va enfureciendo: ¡Alargad el tiro! Un enlace viene de la primera línea: Mi Comandante, nos están machacando la 2ª Compañía. Pero o la radio no funciona o los artilleros están sordos; todo sigue igual. Por otra parte la posición está muy bien defendida por sus ocupantes, que disparan con nutrido fuego de balas explosivas.



Resolución: la Compañía de reserva tiene que avanzar hasta la primera línea para cubrir el hueco de la 2ª Compañía. Nos desplegamos y avanzamos corriendo a la velocidad máxima que podemos; el silbido de las balas y la explosión al chocar con el suelo, estremecen. De pronto, saltando un pequeño bancal, siento dentro de mí una explosión, que me llega no por el oído sino por mis propias carnes; es como si mi cuerpo hubiera estallado. No siento ningún dolor, pero en mi muslo izquierdo hay una gran herida; una bala explosiva se ha llevado buena parte del muslo; me arrastro hasta apoyarme en la pequeña pared del bancal y veo mi herida; en mi muslo izquierdo, cara interior, un boquete de más de diez centímetros de diámetro, pero que sangra muy poco. Veo sangre en mi mano derecha. ¿Es que la tengo herida? No. ¿De donde viene esta sangre? Veo en mi muslo derecho, en el centro de la parte delantera, un pequeño orificio, del tamaño de una bala y que de la parte posterior, sale mucha sangre. Total: Una pequeña herida en el muslo derecho con gran pérdida de sangre y una gran herida seca en el muslo izquierdo. Hay un momento en que los almendros cercanos se me hacen borrosos, difusos; pierdo la consciencia, que recupero después, sin poder calcular el tiempo del intervalo. Veo que de vez en cuando pasa, distante, corriendo, Pamplona, el enlace de la Compañía y, a su paso, oigo voces lastimeras: Pamplona, los camilleros, que estoy herido, pero Pamplona –el cuerpo encorvado para ofrecer menor blanco a las balas- no se detiene.



Estoy en un sitio donde nadie me ve; grito y apenas me sale la voz. Me estoy desangrando por esta pierna derecha. Medito: no tengo salvación; dentro de poco vendrá la noche y yo quedaré aquí para morir desangrado. Lo había visto ya varias veces: compañeros que quedaban heridos entre dos líneas y que, al avanzar el día siguiente encontrábamos muertos, desangrados o de frío. Ese era, inevitablemente, mi destino. Tenía que salir de allí, pero ¿cómo, con estas piernas? Hay que intentarlo. Me incorporo, con esfuerzo, avanzo las piernas, y veo, con sorpresa, que arrastrando los pies, lentamente, puedo andar. Me dirijo hacia atrás y llego a un sitio donde hay varios heridos, esperando, como yo a los camilleros. Llega un momento en que, a pesar del esfuerzo, caigo, me derrumbo. Pienso: aquí, al menos, ya me ven. Y llegan los camilleros. Pero esto de los camilleros merece punto y aparte.



En el Ejército de Franco, al contrario que en el de Negrín, se comía muy bien. Por ejemplo, un plato de pote gallego o cocido castellano, ambos con carne; un segundo con ternera o huevos cocidos y, siempre, pan y patatas abundantes; fruta de tercer plato. Se entraba al rancho en grupos de tres y cada uno cogía tres raciones de cada plato. Al incorporarme a la Compañía en Serra Cavalls, advertido del detalle, pregunté si había valencianos, para formar grupo con paisanos; no los había, era yo el único. Hay dos asturianos, cuñados, al que les falta uno, que cayó herido ayer, me dijeron. Me presenté a ellos: ¿Os valgo? Sí, claro, ¿Como te llamas? Emilio Porcar. Qué apellido más raro. ¿De donde eres? Valenciano. Pues te llamaremos Valencia ¿te parece bien? Encantado. Pues bien, estos dos cuñados, asturianos, eran los camilleros que acudían a la llamada general. No es de extrañar que, cuando me vieron herido, exclamaran: ¡Hombre, si es Valencia! Y que, entre todos los que llamaban, fuera yo el elegido, porque era el comensal de cada día, el tertuliano de las sobremesas o, por mejor decir, sobrepiedras. Posiblemente fuera yo, de entre todos los heridos, el que más cerca estaba de la muerte, pero no fue esa razón, que ellos desconocían, el motivo de mi elección, sino el afecto personal. A aquellos dos cuñados asturianos, Luis Cuesta y Soldino Lobeto (es comprensible que no haya olvidado sus nombres) les debo toda mi vida posterior a aquel día. Me llevaron al médico de campaña, que me vendó y me advirtió que había perdido mucha sangre. De allí a una carretera en la que me introdujeron en una ambulancia, en cuya parte posterior habían nueve camillas, tres líneas con tres cada una. Me situaron en la más baja de una línea lateral. Empezó a rodar la ambulancia y, con el movimiento, se desprendió uno de los ganchos que mantenían en el aire, sujeta a los rieles, la camilla superior a la mía; el cuerpo de aquel herido se salía por allí y su cabeza se apoyaba sobre mi hombro, camilla en medio; él no decía nada y yo no osaba protestar porque bien claro estaba que el hecho no era voluntario, pero la verdad es que yo no estaba para sostener cuerpos ajenos, que bastante tenía con conservar el mío. De momento, para la ambulancia, abren la puerta trasera y uno de los conductores coge una herramienta. Grito para advertirle la situación, pero no me oye. Yo nunca he tenido la voz de Plácido Domingo, pero ¡caray! tampoco la de Pepe Isbert, pero se ve que en aquel momento ni esa tenía. Vuelve a abrir la puerta para dejar la herramienta y muevo el brazo que me queda libre, me ve, viene hacia mí, arregla la avería y se va diciendo: Pobre, está muerto. Reanudamos la marcha; intento hablar con el herido que tengo a la izquierda, y no me responde. No creo que fuera cuestión de educación.



Edificio entre Tárrega y Agramunt; es o ha sido convento de monjas, habilitado ahora para hospital de campaña. Nos descargan de la ambulancia y nos alinean en un pasillo. Al fondo una salita con una mesa grande por la que van pasando los heridos para ser asistidos por un médico. Siento una sed insólita. A los sanitarios que pasan les pido: Agua, agua, pero ni caso; secaría un manantial; hasta que uno me dice: Cállate, muchacho, que eso es cosa del médico. Después he sabido que esa gran sed es consecuencia de la pérdida de sangre.



Llega, por fin, mi turno. El médico me rompe los vendajes, me hace mover las piernas. Has tenido suerte, muchacho, y señalando mi muslo derecho: ¿Cómo es posible que esta bala no te haya tocado el fémur? El enfermero ayudante llena un impreso, con mi filiación, el médico describe las heridas y el enfermero le pregunta ¿Pronóstico? El médico responde: Ge. Y yo traduzco: Grave; pero no pregunto: ¿Quedaré bien de las piernas? sino ¿Puedo beber agua? Sí, sí, toda la que quieras. Bendito sea Dios.



Una sala llena de camas; una de ellas para mí solo. Fuera la ropa que no me he quitado en un par de meses; una chaqueta de pijama y uno, dos, tres no sé cuantos vasos de agua, que está muy fría, como corresponde a la fecha en que estamos. Plato de sopa caliente y comida abundante, pero cada vez estoy más frío. La enfermera, una mujer de cerca de 40 años, hoy diría una joven de menos de 40 años, (yo tenía 18) me trata como si fuera un niño, pero no un niño cualquiera, sino un niño suyo. Tengo mucho frío, le digo. Claro, tú sabes el agua que has bebido y la sangre que has perdido. Me trae una botella con agua caliente y la pone en mis pies, que son hielo puro; pero si contacto con la botella me quemo, si no sigo tiritando. Ahora verás, dice la enfermera, y me trae un vaso grande con leche casi hirviendo y una buena copa de coñac. Bebo la leche a pequeños sorbos, que refrigero con libaciones de coñac. ¿Quién dice que el coñac liga bien con el café y mal con la leche? Para mí aquello fue una bendición. Noto que mi cuerpo reacciona, entro en calor y me inmerso en ese sopor que es la antesala del sueño, pensando: Ya no duermo con un compañero, pegados los cuerpos, para transmitirnos calor; esta noche no hay escuchas ni estiércol; toda una cama para mí solo, con mi cuerpo entre sábanas blancas, mi cabeza sobre una blanda almohada, no sobre el duro macuto. Y mañana no veré la escarcha de todos los amaneceres. Pero lo que sí veo al pretender taparme bien es mi mano derecha manchada de sangre. ¿Otra vez? Espabilo y llamo a la enfermera; me destapa; sangre en la cama. Viene el médico: la herida de la pierna derecha se ha abierto. Taponan, o no sé qué hacen; vuelven a vendar más fuerte ahora. ¿Estabas dormido? Casi, pero no del todo. Eso te ha salvado; las hemorragias no duelen, matan. Encarga al enfermero y a la enfermera que me destapen cada media hora y que le llamen si vuelvo a sangrar. Me duermo con la confianza de que la enfermera lo hará; del enfermero no estoy tan seguro.



Despierto a la mañana siguiente, ya día claro. Me destapo para ver mis piernas, cuando la enfermera se acerca y dice: Todo ha ido bien; de ésta te has salvado. Cuatro o cinco de los heridos han fallecido esa noche. Al pasarlos por delante de mí, veo uno, conocido, porque era de mi Compañía; otro, que anoche pedía, desesperado, agua, como yo, sin que se la dieran. Le digo a la enfermera: ¿Por qué no le dieron agua, si igual ha muerto? Me responde: De nada le hubiera servido; tenía una bala explosiva, como tú, pero en el estómago.



Uno de los heridos, éste leve, en un brazo, perteneciente a mi Compañía, viene a saludarme; me habla de algunos compañeros, conocidos por mí, que habían muerto en el combate; que lo que teníamos enfrente era una unidad perteneciente a una brigada internacional; que entre ellos y nuestra artillería y entre muertos y heridos, la Bandera había quedado reducida a la mitad.

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