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domingo, 7 de febrero de 2010

38.- CARTA ABIERTA A MI HERMANO. 21-12-2000

Angel: De aquella familia foránea, compuesta por nuestros padres y cuatro hermanos de 9, 6, 4 y 2 años, que en febrero de 1922 llegó a Catarroja, procedente de Vinaroz, sólo quedábamos tú y yo. Tú nos dejaste ayer, a los tuyos y a mí. Ahora, solo, yo.


Acabo de llegar a casa, de vuelta de la misa que te han celebrado y de la fría ceremonia de la incineración que impuso tu claustrofobia. Te horrorizaba pensar en tu cuerpo inerte, encerrado en un nicho sin luz ni ventilación. Siempre fuiste hombre de espacios abiertos. Al llegar a mi casa y entrar en el piso he visto el recibidor y el pasillo vacíos. He recordado las muchas veces que estos últimos años llegabas tú, subías por las escaleras, nunca por el ascensor, te abría la puerta, entrabas, avanzabas por el pasillo hasta el comedor, te sentabas y, mientras Pepita y Elia oían la misa del domingo, tú intentabas contarme la partida de pelota del sábado en Pelayo. Tenía que ayudarte a recordar los nombres de los jugadores, luchando ambos contra tu mala memoria. Sacaba yo una botella de Fino Quinta y algún cacahuete y entre una cosa y otra venían Pepita y Elia y nos íbamos a comer. Volvíamos después a casa y os ibais, mas tarde, a Valencia, antes de que anocheciera. ¡Qué sencillo todo, entonces! ¡Qué grandioso hoy en el recuerdo! Ya no te volveré a abrir la puerta de mi casa, no te veré más entrar, avanzar por el pasillo hasta el comedor, sentarte siempre en el mismo sillón, contarme, vacilante, inseguro, la partida de Pelayo.


Atrás han quedado ya tantas vivencias, irrepetibles, de estos últimos años, aquí y sobre todo en los largos veranos de Lucena. A partir de ahora, sólo recuerdos. Te relataré cosas que (mi memoria siempre fue superior a la tuya) habrías olvidado. Dentro de tres días será la Nochebuena. Te recordaré las que tú y yo pasamos de pequeños. Teníamos 8, 10, 12, 14 años, tú dos más que yo. Todos los niños de Catarroja tenían tíos, primos, abuelos; todos celebraban la Navidad visitando a los familiares mayores para recibir “las estrenas”. Tú y yo no teníamos a nadie; ni tíos, ni primos, ni abuelos. El día de Nochebuena, nuestra madre nos daba un chavo a cada uno; con esos 20 céntimos nos íbamos al casino de don Paco y jugábamos media hora al billar. Terminado el juego, a dormir: la Nochebuena estaba servida. La Navidad consistía en un cocido algo superior al corriente porque tenía “pelota”; después un poco de turrón de cacahuete y, si se descuidaban, unas gotitas de anís. Todos nuestros amiguitos nos hacían el balance de las estrenas recogidas; nosotros no teníamos nada que contabilizar. Llegada la fiesta de Reyes, todos tenían juguetes, al menos una pelota de goma, una pistola Polo o Dalia, algo. A nosotros la madre nos ponía debajo de la almohada un caramelo. Todo eso nos dejaban cada año los Reyes Magos, porque para nuestra madre antes que los juguetes estaban el plato de arroz o de garbanzos y la tortilla de patatas. La verdad es que nunca pasamos hambre y jamás sentimos envidia pero, te lo confieso: para mí las Navidades y Reyes siempre fueron fiestas tristes, sin juguetes, sin primos, sin tíos, sin abuelos.


Un suceso de la infancia se me quedó firmemente grabado: tendría Juan poco más de 12 años, tú 10, yo 8; estaba el mercado todavía en la plaza de Miguel Peris; era por la tarde; un chico del arrabal que tendría 13 o 14 años, que guardaba un montón de melones le pegó, no sé por qué, a nuestro hermano Juan; tú, que lo viste, te lanzaste sobre él; era mayor y más alto que tú, pero no te pudo; unos hombres os separaron, pero aquel muchacho, que tendría 3 ó 4 años más que tú, que tenía más peso y estatura que tú, no pudo contigo. Yo, que en toda mi vida no he reñido con nadie, que no he dado golpes ni los he recibido, sentí por tí una admiración inmensa. Por defender a un hermano te enfrentaste a muerte con fuerzas potencialmente superiores, razonablemente invencibles, pero no te entregaste.


Entramos en la pubertad, nos desarrollamos y fuimos muy distintos; físicamente tú eras muy fuerte, poderoso, incansable, musculoso; yo lo contrario. En cuanto al carácter tú eras impetuoso, yo pausado; tú repentino, yo reflexivo; tú tenaz, yo inseguro; tú apasionado, yo más frío y crítico. Tú jugabas al fútbol, al rugby, nadabas, y en todo destacaste; yo hacía lo mismo y en todo era vulgar, pero me sentía muy satisfecho de que mi hermano, a los 18 años, formara parte de una selección regional de rugby, que ganaras trofeos en pruebas de natación, que fueras, después de la guerra, el medio centro y capitán del Catarroja C.F., que llegaras a fichar por el Valencia del que saliste, lo supe después, no porque no quisieran renovarte la ficha (en eso me engañaste), sino porque el domingo era el único día que podías ver a Pepita. Lo sentí mucho cuando me enteré de esto, porque hubiera querido verte pasar del Valencia amateur, en el que fuisteis campeones de España, al primer equipo. Hoy me avergüenzo de haber sentido aquello. Acertaste. Pepita vale más, mucho más, que todas las copas de España.


¿Y el 18 de julio? Tú estabas en Barcelona. Habías ido como integrante de la selección valenciana de rugby, a la Olimpiada Popular montada por el Gobierno de izquierdas en oposición a la Olimpiada Universal que ese año le había correspondido a la Alemania nazi. Allí presenciaste el Alzamiento del General Goded y sus consecuencias de muertos y heridos entre soldados y la C.N.T. Frustrada la Olimpiada, viniste a Lucena, donde estábamos los padres, Juan y yo, por la amenaza que hicieron a nuestro padre, el 12 de julio, de matarle si no se iba de Catarroja, donde había quedado únicamente Luís, en casa de su novia. Nuestro hermano ya nos había dado noticia, por carta, de la comisión de algunos asesinatos en el pueblo cuando un día, ya en septiembre, una carta a él dirigida por nosotros nos fue devuelta, poniendo en el reverso una nota de correos: “Se ausentó sin dejar señas”. Temimos lo peor. Fuiste tú a Catarroja y a la mañana siguiente recibimos tu telegrama: “Malas noticias Luis. Llego hoy”. Todo estaba claro. Nuestro hermano mayor, Luís, había sido asesinado. Al llegar nos diste algún detalle: El 27 de agosto, diez o doce días antes, se lo habían llevado del lado de la novia, sentados en la acera de su casa por el calor del estío. Su cadáver había sido encontrado cerca del cementerio de Valencia. Las dos o tres personas con que hablaste en Catarroja, te dijeron, más o menos, lo mismo: Vete, Angel, vete, por favor, que me comprometes. El último te advirtió: No vuelvas a la carretera, no sea que te cojan y te maten. Saliste al campo y por allí fuiste hasta Benetúser, donde cogiste el autobús para volver a Valencia y de allí a Lucena. Sé que eso no lo has olvidado. Lo hago constar para que quede alguna constancia de lo que fue aquello.


El día 17 de septiembre siguiente, vinieron a por mí. Esa mañana el padre se había entregado porque me aseguraron, si lo hacía, que sería juzgado por el Tribunal Popular de Castellón. Cuando me llamaron para que acudiera a la C.N.T., tú me acompañaste. Un miliciano de Alcora, mono azul, escopeta colgada al hombro, me dijo que tenía que ir a Alcora, donde tenían que juzgar a nuestro padre, y yo tenía que declarar como testigo. ¿Pero mi padre no está en Castellón, para ser juzgado por el Tribunal Popular? No, no; a tu padre tenemos que juzgarle en Alcora, y tú tienes que declarar. En Alcora estaba la comarcal de la C.N.T. y el cuartel general de “Los 9 Inseparables”, que eran los ejecutores de aquella zona. No había duda: nos habían engañado, nuestro padre iba a ser asesinado. Vi a Emilio Gual en la plaza y le pedí que nos siguiera. Cuando iba a subir en el coche de Alcora me cogiste con fuerza del brazo, me separaste del coche y me dijiste airado: ¿Pero tú no sabes que van a matarte? Sí, pero ¿qué puedo hacer? Salgamos corriendo, que estos no nos alcanzan, fue tu respuesta. Pero, ¿a donde íbamos? ¿A vivir en el monte como dos alimañas? ¿A que nos cogieran y nos mataran a los dos? El de la escopeta vino por mí. Me entregué. Me abrazaste, me besaste, y te fuiste llorando. Yo estaba aturdido. Yo no era como tú, Angel. Nunca lo fui. Tú te hubieras echado al monte y hubieras vendido cara tu vida. Yo pensé: ¿Para qué vivir? Al llegar a casa, lleno de rabia, dijiste desesperado a Juan y a la madre: Al padre lo matarán y a Emilio también.

Anochecido os acostasteis la madre, Juan y tú. Llorando estabais los tres cuando, serían las 11 o las 12, llamé yo a la puerta. Gritos, ruidos. Pensasteis: ¿Por quien vendrán ahora? Volví a llamar: “¡Mare, Juan, Angel!”. De pronto la puerta que se abre; no me dejabais pasar. ¿No et maten? No, no. ¿I el pare? Al pare sí, si no l´han mort ja”. Había pasado media hora y aún no os creíais que yo había vuelto. Juan estaba pasmado. Tú te sentabas, te levantabas, me abrazabas, te volvías a sentar. La madre, entre suspiros y llantos decía para sí misma: El meu fill Emilio, el meu xiquet; me l´han tornat.


Al pasar a la zona de Franco tú te incorporaste a una Compañía de Automovilismo; conducías un camión; yo a una Bandera de Falange, fusil en mano. Nos escribíamos. Yo encabezaba mis cartas con la zona desde la que te escribía: Serra Cavalls, Cabeza de Puente de Balaguer, Tárrega. Tú siempre ponías lo mismo: Circuito Nacional de Firmes Especiales. Una vez te arrestaron por no sé qué licencia que te tomaste, siempre a lo heroico, porque más de una vez abandonaste el servicio y te fuiste a Lucena con el camión. Después te justificabas alegando despistes en la carretera, direcciones equivocadas, etc. Una vez no te lo pasaron y te llevaron a un batallón disciplinario, donde estuviste un mes. En ese tiempo caí yo herido grave: Tú me escribías a la Bandera, y te devolvían las cartas porque yo estaba en el Hospital de Orense; yo te escribía a la Compañía, y me las devolvían porque tú estabas en el disciplinario. Estando yo en una unidad de primera línea y en plena batalla de Cataluña, me diste por muerto, y no fue así, aunque poco faltó. Escribiendo a Juan te enteraste por qué y donde estaba. Me escribiste a Orense. No se me olvidará el arranque: ”Acabo de saber por Juan lo que te ha pasado. Después de aquel día en que todos te dábamos por muerto, has vuelto a nacer para mí”.


Termina la guerra y nada tenemos; alguna mesa y alguna cama pudimos recuperar. Tú y yo en filas; Juan en el Ayuntamiento de Catarroja con un sueldo de 400 o 500 pesetas como Oficial Mayor. Ni la más mínima pensión para la madre. Años de hambre, de boniatos, de naranjas, de un pan amarillo que parecía hecho de serrín. ¿Cómo pudimos pasar aquello? ¿Qué hacía nuestra madre para que nunca pasásemos hambre? Luego nos casamos y logramos situarnos con cierta comodidad económica; Juan y tú bastante mejor que yo, que tuve el error de dedicarme durante los mejores 15 años, de los 35 a los 50, a servir a este pueblo, desde el que te escribo. Pero, mira, aquello me sirvió para adquirir conocimientos y medios que sirvieron para que pudiera resolverte tres o cuatro problemas que se te presentaron en el desarrollo de tus actividades. Creo que aquello lo olvidaste a causa de tu mala memoria, debilitada, además por la edad. Estos últimos años de tu vida contabas alguno de estos episodios como resueltos por ti, y alguno me contaste a mí, que era quien lo había resuelto. Pero ninguna deuda has dejado conmigo.


Te lo diré en secreto: desde aquel suceso en que defendiste a Juan, durante toda mi vida cada vez que he tenido alguna pesadilla en que alguien o algunos me atacaban, recurría a ti: ¡Angel, Angel! Y me despertaba; la pesadilla había terminado. Hace un par de semanas, fui, una vez más, a acompañarte por tu enfermedad. Al despedirme quisiste levantarte del sillón para acompañarnos Pepita y tú, a Elia y a mí, hasta la puerta, como siempre habíais hecho. Esta vez no pudiste, no te tenías en pie; te tuvimos que sentar de nuevo y te pusiste a llorar. El alma se me cayó a los pies. Dos noches después tuve una de aquellas pesadillas: dos marroquíes entraban en mi piso de Lucena donde estábamos Elia y yo, viejos los dos. Me puse a gritar. Elia me despertó. ¿Qué te pasa? Una pesadilla: dos marroquíes nos atacaban a ti a mí. ¿Y porqué llamas a Angel? Porque Angel se hubiera jugado la vida por nosotros. Pensé en lo ocurrido dos días antes, en tu casa, y me puse a llorar. Y sé que siempre, mientras viva, cuando en sueños me vea necesitado de ayuda, de defensa, mi subconsciente clamará siempre: ¡Angel, Angel!


Y ya termino. No sé donde estarás. Si no hay otro mundo que éste, si como dice en su poema José Hierro, toda la vida ha sido nada, tú serás un puñado de ceniza que mañana recogerá tu hijo José Luis. Yo seré, dentro de no mucho, un montón de huesos en un panteón de Catarroja, junto a la madre. Todo habrá quedado en eso. Si hay algo más que esto, tú podrás estar con la familia de los seis que fuimos, y de los que solo os faltaré yo. Si es verdad que hay otra vida, si puedes llegar a alguien que disponga de la mía, pídele que me reclame pronto; quisiera volver a estar con todos: contigo, con Juan que nos dejó hace ya doce años, con Luis, con el pobre Luis, aquel muchacho de mirada triste, pero de carácter sencillo y alegre, al que tanto le gustaba cantar (¡qué bien lo hacía!) y que nos fue arrebatado cuando a los 23 años, terminada la carrera y el servicio militar, empezaba a vivir y proyectaba casarse con la muchacha que quería; con nuestro padre que, si vivió un poco a su aire, tuvo un final trágico que no merecía (¡cómo sintió la muerte de Luís!), y sobre todo con nuestra madre, que tanto sufrió, tanto trabajó, tanto nos dio, sin, nunca, pedirnos nada.


De cualquier forma, haya o no otra vida, adiós, Angel, adiós, hermano, adiós, amigo, adiós.

                                                              Angel Porcar LLiberós

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