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domingo, 7 de febrero de 2010

30.- LA CONDUCTA DEL HOMBRE

Siendo la especie humana una más entre las infinitas que componen el reino animal, resulta necesario establecer las diferencias entre el hombre, animal racional, y los demás, animales irracionales. Un amigo que tenía, por encima de los saberes que le daba su título universitario, la funesta manía de pensar, me dijo una vez que esas otras especies se diferenciaban de la humana en que todas llevaban, como las lavadoras, un programa, casi idéntico, con una primera función que es luchar contra la muerte, lo que llamamos instinto de conservación, del que deriva el afán por tener descendencia, y una segunda función que es velar por la perpetuidad de la especie; la naturaleza es el escenario en que unas especies, las carnívoras atacan a otras para nutrirse. Sin que nunca los individuos de la misma especie se ataquen entre sí. Al responderle yo que la especie humana es algo más que eso, me respondió: Sí, el hombre es más que eso; la especie humana lleva también su programa, pero es más abierto. Nosotros podemos añadir funciones al programa, anularlas o modificarlas, gozamos de lo que antes llamaban el libre albedrío. El ser humano puede servir únicamente a su propio egoísmo, puede liberarse de la servidumbre de velar por la perpetuidad de la especie, que es la única en que los individuos se matan entre sí.


En la televisión, donde tantos cuadros procaces, asquerosos, se nos ofrecen gratuitamente, nos ponen también documentales tan instructivos como los que nos muestran la vida, en la selva o bajo el mar, de muchas especies del reino animal. Animales que están al acecho de otro para matarlo y nutrirse con su carne. Es sorprendente cómo polluelos de ave, sin experiencia propia, se ocultan cuando advierten en el cielo el vuelo majestuoso del águila. ¿Cómo saben que corren el peligro de ser presa del rey del espacio? Mi amigo diría que no lo saben, que es el programa, que hace que el gato se coma al ratón, después de jugar con él, que el inocente cervatillo muera a las garras del león o del tigre, que el tiburón sea implacable con todas las especies compañeras de mar, y aun con los hombres. La vida en la naturaleza es una inmensa tragedia. Nos acongoja ver cómo animales poderosos se acercan disimulada, sigilosamente al animal más débil para atacarle de repente, por sorpresa, privándole de la posibilidad de huir y conservar la vida. Si en el reino animal rigiese el Código Penal, se aplicarían en estos casos todas las agravantes: premeditación, alevosía, superioridad. Pero en la selva la única ley es la fuerza; allí no rige aquello de que la razón esté por encima de ella. Sin embargo, hay algo realmente enternecedor: las madres, y también los padres en el caso de las aves, viven sacrificados en beneficio de los hijos, a quienes defienden y alimentan hasta que adquieren el desarrollo y la fuerza suficiente para alimentarse por sí mismo y engendrar sus propios hijos. Es de notar que, siendo la selva el escenario en que unos mueren para que otros vivan, no se mata por impulsos de odios, de malquerencias, sino solo por necesidad de nutrirse, de vivir. Resulta admirable que con tanta lucha, tanta muerte, nunca se ataquen los de la misma especie. Cierto es que, en las épocas de celo, dos machos riñan por el derecho a cubrir a una misma hembra. El toro tiene como poderosa arma de ataque, unos cuernos durísimos y puntiagudos y una cabeza con una fuerza descomunal. Con esas armas ataca en el coso taurino, al diestro y al caballo del picador. Pues bien: cuando un toro se enfrenta a otro por la disputa de la vaca, no usa las astas como medio de ataque; los dos aspirantes a don Juan se golpean mutuamente con la testuz. No se trata de matar al rival; se trata de medir las fuerzas. Al final de una sucesión de embates, uno, el más débil, reconocerá su inferioridad, se retirará, apenado y contrito renunciando a la mano de doña Leonor, que se entregará, dócil y complaciente, al vencedor. La función programada no es cercenar la vida del rival, sino hacer que engendre el mejor dotado, el más fuerte, para que así la especie vaya creciendo en poder.


En resumen: en el reino animal, todas las especies actúan para perpetuarse porque los individuos que las componen cuidan de ello; la muerte de unos por otros, siempre de distinta especie, se produce sin odio, solo por la necesidad de nutrirse y vivir. El hombre, único ser racional, mata por nutrirse pero también por deporte, por la vanidad de colgar en la pared de su casa la cabeza de un inocente ciervo. Es tanta la crueldad humana que somos capaces tomarnos el trabajo de cortar las piernas de unos cuantos perros, como hace poco tiempo hicieron unos desalmados. Hombres hay que gozan del dolor de otros seres. Desde el inicio de la creación, según las Sagradas Escrituras el hombre mata a su hermano: Caín a Abel. Decimos que el perro es el mejor amigo del hombre. También podríamos decir que el peor enemigo del hombre es el mismo hombre.


El tema es tan amplio, tan indefinido, que puede ser tratado bajo cualquier planteamiento. Suele decirse que lo más parecido a un hombre es otro hombre; también, que no hay dos hombres iguales, o sea que algo hay en común entre todos los hombres y algo en cada uno que le diferencia de todos los demás. Si esto es así, así al menos lo parece, la conducta de cada hombre podría ser en algunos aspectos igual al del resto, pero no todos ellos actuaran en un mismo caso de igual manera.


Por otra parte, el hombre como especie, no como individuo, varía su conducta según la época en que vive. Dentro de la conducta general dominante en todo tiempo, con aspectos tan permanentes como son el egoísmo, el instinto de conservación, la función sexual, hay otras facetas propias de la época en que vive, como son las creencias religiosas, las limitaciones de la libertad, ésta con unos amplios márgenes que van desde el respeto a la libertad de los demás a la esclavitud que implica la supresión de toda la libertad.


Este de la libertad es el tema permanente, imprescriptible, del hombre como objeto de la política. Es tema de todos los tiempos, sobre el que han tratado todos los filósofos, literatos, poetas y, naturalmente, los políticos. Sobre todos, éstos, los políticos. No sé quien dijo que la política es un juego en que unos, los que están en la oposición, claman ¡Libertad! ¡Libertad!, para después, cuando llegan al poder, decir: Orden, orden.


Juan Jacobo Rousseau dijo una gran simpleza: “El hombre nace libre y la sociedad lo encadena. ¿Cómo pudo elaborar tal pensamiento? Calderón de la Barca en la vida es sueño, pone en boca de Segismundo a los animales, peces o aves que nacen y viven libres en la naturaleza, mientras él, ser superior está enclaustrado en la cueva-prisión de la que no puede salir. Pero el hombre, que aspira a vivir en libertad, no nace libremente, obligado a alimentarse del pecho materno porque está necesitado de todos los cuidados hasta que pueda valerse por sí mismo y engendrar a quienes les sucedan. Hasta entonces estará ligado a la protección de sus progenitores. Cuando esté en posesión de las fuerzas suficientes para obtener los alimentos y defenderse contra los demás, entonces empezará a ser libre, a poder actuar y decidir según su albedrío, libertad que no será total; estará hipotecada por él deber de atender a los hijos que de él dimanen y también a los padres que le engendraron y cuidaron hasta adquirir la libertad, que en esto del respeto, la honra y el cuidado de los antecesores se diferencia la especie humana de todas las demás. La libertad del hombre nunca es total como algunos inconscientes pretenden, porque el hombre es titular de derechos y recíprocamente de obligaciones no solo familiares sino también con la sociedad a la que pertenece.


Si atendemos a la Historia Sagrada, veremos que lo primero que hizo el hombre, Adán, fue engendrar dos hijos, buena costumbre que hasta ahora no se ha perdido y teniendo dos lo más destacado que hizo uno fue matar al otro, costumbre ésta que no se ha perdido del todo. En un poema de los hermanos Machado, “La tierra de Alvargonzález”, los dos hijos se casan (”tuvo Alvargonzález nueras que le trajeron cizaña antes que nietos le dieran”), cosa ésta que tampoco es hoy inusual. Instigados por estas nueras, sus maridos, los hijos de Alvargonzález, matan al padre por heredar sus tierras. “Mucha sangre de Caín tiene la gente labriega” dice el poema.


En la guerra civil española vimos como los hombres se mataban unos a otros no ya en el frente, que esto es natural en un estado de guerra donde si no matas te matan, sino también en las retaguardias, donde los asesinos nada podían temer de sus víctimas. En este año 2003, sin guerra y fuera del ámbito político, son varias decenas de asesinatos los que se han cometido solo en Madrid Las muertes de mujeres a manos de sus maridos o sus parejas excede en España de sesenta al año. Aunque en éste pueden ser más porque la cosa va in crescendo. A más de una a la semana una mujer, generalmente española, es asesinada por un macho ibérico que se mueve a impulsos de aquel derecho no escrito de “La maté porque era mía”.


Si nos fijamos bien veremos que, dentro de cada especie, los individuos no se matan entre sí por odio, ni por nutrirse, ni por ninguna otra cuestión. Se dice que perro no come perro. En la época del celo, los machos luchan por la posesión de la hembra, no con el fin de matarle; se trata de medir sus fuerzas hasta que el más débil, “renuncia a la mano de doña Leonor”. El derecho a engendrar lo da la fuerza, no la razón, que no es potencia de animales irracionales. Es ley natural que se conceda prioridad de engendro al macho más poderoso; es así como la especie prospera en fortaleza.


Algo parecido hacían los hombres en tiempos no muy remotos, con los duelos. Por el derecho a emparejar con la mujer amada, podían dos mozos batirse a sable o pistola. El origen de esta contienda, hoy totalmente impracticada, es la ordalía basada en la creencia religiosa de que Dios concedía la victoria a quien tenía razón en la disputa. Esto para los no creyentes, o para los creyentes no fanáticos, ofrece alguna duda. Unos versos graciosos dicen: ”Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos, que Dios ayuda a los malos cuando son más que los buenos”. En la pugna de los duelos a pistola o sable ¿daba Dios la victoria a quien tenía razón o ganaba el que tenía más destreza o puntería?


De todo esto deducimos que una constante en la conducta del hombre, en todo lugar y tiempo, ha sido matar; desde el hombre primitivo que mataría su prójimo por la captura de la caza o el arranque del vegetal, necesarios para la alimentación, o por la mujer con la que ejercer la función sexual, pasando por el dominio de tierras o territorios o por la prevalencia de creencias religiosas, hasta hoy en que una civilización islámica declara su odio mortal a otra capitalista y amenaza con una confrontación que, si no se evita a tiempo, podrá producir en este siglo XXI la mayor catástrofe de toda la historia de la humanidad.


Entonces ¿la conducta del hombre consiste solo en matar? No; ésta es solo una faceta que distingue al ser humano de las otras especies en las que los individuos no se matan entre sí, salvo circunstancias muy concretas; las ratas, dicen, lo hacen cuando en su “hábitat” no hay comida suficiente para todas. Es ésta una excepción explicable; se mata para sobrevivir, para no morir de hambre. Solo el ser humano mata por odio, por envidia, por soberbia, a veces hasta solo por el placer de matar, pero también, en muchas ocasiones, expone noblemente su vida, dispuesto a matar o a morir, por salvar la vida de otros.

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