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domingo, 7 de febrero de 2010

13.- MI DEBUT COMO ALCALDE


El día siguiente a mi toma de posesión en febrero de 1955, a hora temprana, entré en el despacho de la Alcaldía y me senté en el sillón que había detrás de la mesa. Me dieron cuenta de que a las doce de la mañana tenía que abrir del pliego de una subasta para el arriendo de una tasa que se percibía por la descarga en la acequia del puerto del arroz procedente de las marjales de pueblos lindantes con la Albufera y que, transportados por barca, se descargaban en Catarroja.


El municipio era propietario de una parcela entre la Primitiva y Casa Vaina, con fachada al camino lindante con la acequia del puerto. Por acuerdo muy antiguo de la Corporación se ordenaba que el arroz transportado por barca tenía que ser descargado en esa parcela y por el uso privado que el labrador hacía de esa parcela tenía que pagar una tasa. El cobro se hacía mediante el arriendo de ese derecho por el que se recaudaba la cantidad fija del remate que resultara en la subasta.


En realidad al agricultor no se le prestaba ningún servicio porque cada cual descargaba el arroz donde más cómodo le resultaba, pero la tasa tenía que ser pagada para lo cual el adjudicatario del arriendo concertaba el pago con cada labrador, según las hanegadas que éste tenía en la marjal foránea. Claramente se ve que todo era una ficción para sacarle dinero a quien traía el arroz en barca. En el fondo el Ayuntamiento venía a decirle al agricultor: Usted no puede llevar el arroz directamente de la barca al carro en cualquier punto del camino; tiene que llevarlo al patio del Ayuntamiento y de allí al carro. Le cobraremos una tasa por haber usado usted privadamente el patio del Ayuntamiento. Si paga usted la tasa, descargue y cargue donde quiera. Si no paga la tasa no puede descargar en ningún sitio.


El vecino que período tras período (creo que eran de dos años) se adjudicaba el arriendo era persona conocida por mí y apreciada. Cuando a las doce abrí la plica, única presentada, vi que el municipio percibía unas siete mil pesetas, no recuerdo si anuales o bianuales. Deduje que en aquel tiempo el adjudicatario, que vivía confortablemente de esto, podría ganar sobre treinta mil pesetas al año. El asunto estaba en que el labrador vendría a pagar al año, pongamos 40.000 pesetas, para que el Ayuntamiento recibiera unas 7.000. La diferencia eran los gastos de recaudación de esas 7.000 pesetas. Aquello me pareció tan absurdo que le dije al adjudicatario que, pese a la mutua simpatía que entre él y yo hubiera, si yo continuaba de Alcalde aquella subasta no se volvería a convocar. ¿Cobrará directamente el Ayuntamiento?, preguntó extrañado. No, dejará de cobrarse esa tasa. Yo no haré pagar a los vecinos 40.000 pesetas para que el Ayuntamiento reciba 7.000.


Entre el funcionariado, tan escaso entonces, saltó la alarma. La primera decisión del nuevo Alcalde ha sido perder un ingreso el municipio. A este paso, pudieron pensar ¿qué será de nuestras nóminas? Conectaron con un par de concejales a quienes comunicaron el despilfarro y que en la primera sesión manifestaron que ellos estaban allí para defender los intereses del Ayuntamiento, no para perder ingresos. Curiosamente, los dos eran labradores. ¿Van a oponerse ustedes a que a los labradores se les exima de un pago absurdo? Pronto se convencieron.


Resulta para mí incomprensible que quienes administran los pueblos o las ciudades no vean que Ayuntamiento, municipio y vecindario son en el fondo aspectos distintos de un mismo todo. ¿Cómo es posible que el Ayuntamiento defienda sus intereses frente al vecindario? ¿Cómo puede la Corporación Municipal cargar un impuesto, imponer una tasa, que han de pagar los vecinos, para que en la Depositaría ingrese un 10 % de lo pagado y que el 90 % restante sea el coste de la recaudación de ese 10? Podrá parecer exagerada esa proporción. No lo es.


En cualquier pueblo el Ayuntamiento cobra una tasa a los bares, cafeterías, restaurantes que ponen mesas en el exterior, o simplemente sacan sillas. Todos consideran que ese pago lo sufren los establecimientos. Si nos tomamos la molestia de pensar solo dos segundos, nos daremos cuenta de que quien paga no es el establecimiento sino el vecino que toma la consumición y paga no solo lo que el Ayuntamiento ingresa; paga eso multiplicado por 10, por 15 o por 20, porque el Ayuntamiento ha aplicado sobre el precio normal de la consumición un 25 %. Si calculamos lo que el establecimiento ingresa con ese 25 % de aumento y lo que ingresa en la Depositaría municipal veremos que el establecimiento se queda 10, 15 o 20 veces lo que paga.


En el tiempo en que fui Alcalde, nunca se cobró por ese concepto, a pesar de que las disposiciones legales obligaban a hacerlo. En los presupuestos de cada año se ponía en la parte de ingresos, por ese concepto, una cantidad ínfima, simbólica sin la cual la Delegación de Hacienda no hubiera aprobado el presupuesto. Al final, al liquidar el presupuesto ese ingreso no se había percibido, lo que suponía que nadie había sacado sillas ni mesas al exterior, lo que era totalmente contrario a la realidad.


Vino una vez, el dueño de un establecimiento que sacaba sillas y mesas, y no pocas, a decirme que deseaba contribuir a las obras que el Ayuntamiento estaba haciendo y que estaba dispuesto a pagar por el uso que hacía de la vía pública. Le dije que el Ayuntamiento le eximía del pago, no quería cobrarle. Protestó: ¿Por qué tenía que perder el pueblo ese ingreso? Aquello parecía el mundo al revés. Un vecino que quiere contribuir y un Alcalde que no admite la contribución. Insistía. Tuve que preguntarle: ¿Cobraría usted las consumiciones al mismo precio dentro que fuera, como hace ahora? Hombre, no. ¿Cuánto las aumentaría? El 25 por 100, dijo.


Como se ve, no era el mundo al revés. Cada uno estaba en su sitio. El defendiendo sus intereses privados, yo defendiendo a los vecinos.


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