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domingo, 7 de febrero de 2010

28.- EL HOMBRE PRIMITIVO

Si unas especies animales se alimentan solo de vegetales (herbívoras) y otras de animales (carnívoras) nosotros los humanos somos omnívoros; nos alimentan los vegetales, los animales, los peces, las aves; hay quienes hasta pueden comer mariscos. Pero esto no fue siempre así. El hombre primitivo no pudo gozar de esos menús tan suculentos y variados que nos ofrecen en los restaurantes, que no tienen más inconvenientes que el de no estar al alcance de todas las fortunas.


El hombre primitivo para nutrirse tuvo que arrancar la planta arraigada en la tierra, para lo que no tendría más dificultad que encontrarla, pero para comer carne y pescado, tendría que coger los animales o peces, que se resisten a ser cogidos. Difícil es coger a un animal que vuela, como lo es aprehender a los que viven bajo las aguas. A esas dificultades habrá que añadir otra, la más importante; que aquel hombre para poder arrancar la planta o cazar el animal tendría la oposición de otro hombre que pretendería lo mismo que él.


Vemos como las vacas, los corderos, pacen pacíficamente sin reñir por la hierba o la planta que les sirve de alimento; cada uno ingiere lo que encuentra a su paso sin ser molestado por los demás, todo dentro de un mutuo respeto. El hombre primitivo no encontró en su prójimo ningún trato fraternal. Claramente se deduce esa falta de amistad entre un hombre y otro cuando vemos que en la Revolución Francesa, ya en el Siglo XVIII, esa relación amistosa que tan corriente debería ser entre los hombres se proclamaba como un ideal: Fraternidad. Sobre los otros dos términos del trilema, libertad e igualdad, ya divagaremos en otro momento. Sobre esto de la fraternidad nos basta decir que es tan extraña al ser humano que, habiendo sido proclamada como un ideal por aquellos revolucionarios franceses, fueron ellos mismos los que inventaron la guillotina y decapitaron no solamente a los adversarios, sino que, orgullosos de su invento, se lo aplicaron ellos mismos. No se sabe por qué, por lo menos no se ha explicado hasta ahora, a aquellos soñadores idealistas no les gustaba ver las cabezas entre los hombros.


Faltos del sentimiento de amistad, sin normas de una autoridad que impusiera derechos que respetar ni obligaciones que cumplir, con la proliferación propia de una época en que Ogino estaba por llegar y en la que aún no se habían inventado las pastillas, la intendencia del hombre primitivo estaría a muy bajo nivel, las luchas por los alimentos tuvieron que ser a muerte, porque es condición humana el afán de tener, de poseer frente al prójimo hasta aquello que no necesitamos.


En Lawrenz de Arabia, esa película que todos hemos visto tantas veces, el militar británico y un árabe que le acompaña, secos por la sed, encuentran un pozo del que beben. Montado en un camello aparece Omar Shariff, dueño del pozo y dispara sobre el árabe que ha bebido de su agua. Un pozo no es un depósito; el agua que de él se saca se recupera, en más o menos tiempo según la fluidez de la corriente subterránea, pero aquel dueño árabe no estaba dispuesto a consentir que otro árabe se sirviera de un pozo ajeno. Respetaba la vida del inglés, que también había bebido, pero no la del otro, que era beduino. Si esto sucedía a principios del Siglo XX, probablemente entre creyentes de una misma religión, ¿qué no ocurriría entre hombres primitivos, por la conquista del alimento escaso y preciso para seguir viviendo?


La época que estamos imaginando viene a ser para la especie como la infancia es para el hombre. El niño nace y realiza una acción que es totalmente instintiva: succionar el pecho de su madre. Más adelante su mano toca algo y advierte que en el mundo hay algo más que él y su madre. Cuando sus dedos tocan ese algo no lo hacen suavemente, no lo acarician; sus dedos asen la cosa, su mano la empuña, la sujeta con clara voluntad de posesión y dominio. Un año después, más o menos, cuando juegue con otro niño de su misma edad, ambos intentarán coger el juguete del otro, no en intercambio sino con el proyecto genial de disponer cada uno de todos los juguetes dejando al otro sin ninguno. Les costará mucho tiempo aprender esa norma tan justa que lo que es de otro no es de uno, ley de difícil entendimiento porque hay hombres, hechos y derechos, que se pasan la vida pidiendo una más justa distribución de la riqueza que debe ser repartida, la de los demás, no la suya, calculando que con lo que ellos ya tienen y lo que les correspondería en el reparto....No nos extraviemos, ya hablaremos de esto. A lo que íbamos: estábamos en que el niño es visceralmente egoísta, y así tuvo que ser el hombre primitivo que tuvo que vivir, por ello en una total soledad.


Puede alegarse frente a esta hipótesis que aquel hombre no viviría solo, pues tendría la compañía de la mujer y los hijos de ambos. Es ésta una imagen muy posterior al tiempo que estamos imaginando. El sentimiento de amor hacia la mujer es producto de la civilización; el de la mujer a los hijos es ley natural, pero no lo es el del padre hacia la mujer y la descendencia.


Sé que esto de que el amor hacia la mujer es un sentimiento creado por la civilización y no por la naturaleza, encontraría escasa aceptación entre los que pudieran leerlo, lo que me mueve a exponer las razones que me hacen pensar así. En primer lugar debemos tener en cuenta que en la literatura clásica –griega y romana- se trata muy poco el tema del amor como sentimiento recíproco entre el hombre y la mujer. Cierto es que la guerra de Troya que se relata en la Odisea se inicia por que Paris rapta a Elena, y que el idilio entre Marco Antonio y Cleopatra es causa de acontecimientos históricos relevantes, pero lo importante en estos casos no es el sentimiento amoroso sino el de admiración por la belleza. Apolo, Venus son divinidades que representan la belleza, tan cultivada por los griegos Creo que fue el mismo Sócrates, máxima figura de la filosofía, quien expresaba su tristeza porque cierto varón al que admiraba no le prestara ninguna atención ¿Es que existía entre los clásicos griegos el homosexualismo? Es posible, pero no como consecuencia de una atracción puramente sexual, sino como un sentimiento de admiración por lo bello. Hace ya unos cuantos años, quizá veinte o treinta, vimos por primera vez una película que viene al caso y que recomiendo: Muerte en Venecia. Un artista, creo que pintor, se encuentra en un balneario con un niño de doce o trece años por el que el artista hace unas cosas muy raras, consecuencia de lo que, en la terminología actual, decimos enamoramiento. ¿Es gay el pintor? Yo diría que no, que no hay un deseo físico de contacto; se trata de que el artista queda prendado por una cualidad que aquel niño posee en grado superlativo: es real y extremadamente bello. Pocas veces, si es que alguna, hemos visto en la pantalla una figura humana, hombre o mujer, tan bellos como ese niño de Muerte en Venecia.

El sentimiento amoroso entre hombre y mujer, tal como hoy lo entendemos, no tiene su origen en los clásicos, sino en la literatura romántica, muy posterior. Todo el siglo XIX y gran parte del XX es la época en que poetas, novelistas, dramaturgos, productores y directores de cine trabajarán al unísono sobre ese tema. Dramas puramente sociales como el de Juan José, de Dicenta, cuyo tema central es la explotación de un maestro de obras sobre uno de sus operarios, Juan José, relata como demostración de la tiranía del patrono el que éste capte la voluntad de la esposa del obrero, bueno digamos, en libre vocabulario, que le pone los cuernos.

Así ha sido durante estos últimos siglos: Becker con sus rimas y leyendas, Espronceda, con sus poesías, Zorrilla con su don Juan, Echegaray con su Galeoto, y todos los franceses con Pablo y Virginia, Madam Bovary, Rojo y Negro, siempre, siempre, el tema del amor con sus idilios, sus rivalidades, su contratiempos, sus grandezas y también, tantas veces, sus ridiculeces.

En los finales del Siglo XX, el amor dejó de ser el monotema de la literatura. Quizá el cambio más significativo de ello fue en la novelística “El Jarama”, la obra de Sánchez Ferlosio, en la que unos cuantos amigos, chicos y chicas van un domingo de verano a bañarse en las aguas del río madrileño, donde uno de ellos, chico o chica, que no recuerdo, muere ahogado. El tema central no es el amor de una pareja sino la relación personal entre los componentes de un grupo de jóvenes, chicos y chicas, que viven en un régimen de libre amistad, en el que la mutua atracción de alguna pareja no se convierte en ese sentimiento tantas veces problemático que es el amor. La importancia de esta novela consiste en que el realismo del relato anticipa lo que actualmente es un cambio de ochenta grados: entre los chicos y chicas de hoy no dicen nunca que están enamorados. Sus términos son: me cae bien o me cae gordo, me mola o no me mola, ligamos o no ligamos y ya no hay noviazgos sino, si acaso, amistades fuertes, que se debilitarán después o se fortalecerán en un matrimonio religioso o civil para acabar, muchas veces, en separación. La frecuencia de este final, que suele ser traumático, ha hecho que se prescinda de la unión matrimonial y que se quede en una unión de hecho, en esa institución que hoy llaman la pareja, expresión reservada antes para la Guardia civil. ¿Casarse para divorciarse después, con lo complicado que resulta? Lo más práctico es tirar por el atajo.


Con esta idea de que el amor entre hombre y mujer no es un producto de la naturaleza sino de la civilización, no estamos manifestándonos en contra del amor, que es, sin ninguna duda, el sentimiento más noble del que es capaz el ser humano. La civilización es lo que transforma a la bestia que en el reino de la naturaleza somos, en una especie superior a todas. Pero como sobre todo esto habremos de volver en ocasión, volvamos al punto de partida, en el que decíamos que el hombre primitivo no se acercó a la mujer movido por un sentimiento amoroso sino por la fuerza instintiva y en cierta forma brutal de poseerla para engendrar en la coyunda el mandato general de perpetuar la especie. Si nos fijamos en la forma de reproducirse los mamíferos, veremos que no viven, machos y hembras, en parejas estables y permanentes. La relación entre ellos es esporádica y fugaz. Recuerdo que en mi infancia y en las noches de invierno oía el maullar de los gatos que cabalgaban por los tejados de las casas en busca de la gatita que se resistía a ser violada, pero que evadía el ámbito doméstico, ascendía al tejado ondulado y salía al encuentro del galán que la cubriera. Realizado el acto, cada mochuelo a su olivo, o sea gato y gata a su casa, que es donde les gusta estar, que no son itinerantes ni turistas.


La diferencia entre nuestra especie y las demás está en que los humanos disponemos de una inteligencia muy superior a la de los demás. Esto hizo que el hombre advirtiera un día que aquel niño nacido de una mujer con la que él tuvo un goce físico, se parecía a él. Pasarían quizá miles de años de años, antes de que esto ocurriera, pero un buen día el hombre se dio cuenta de que era padre. Ese fue un día importantísimo, porque surgió esa gran institución de orden natural que es la familia.

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