Páginas

domingo, 7 de febrero de 2010

37.- INOCENTES Y CULPABLES

Estamos ante dos términos antónimos. El proceso judicial seguido contra alguien al que se supone autor de un delito, terminará con una sentencia condenatoria o absolutoria. Es opinión generalmente admitida que, mientras no haya una sentencia firme condenatoria, hay que considerar inocente al inculpado. La “presunción de inocencia” nos impide considerar culpables, mientras no haya sentencia firme, a los sujetos a proceso judicial, por numerosos que sean los testimonios acusatorios. Si la sentencia resultara absolutoria el previamente inculpado declarará, orgullosamente, haber sido declarado inocente.


Discrepar de esto, tan absolutamente aceptado, supone un enorme atrevimiento, en el que uno quiere incurrir. Hay que advertir, en primer lugar, el error en que se cae al considerar qué es la “prueba” en el proceso penal. Hemos leído y oído más de una vez que don Baltasar Garzón es un deficiente juez porque muchos de los sumarios por él instruidos no han aportado pruebas suficientes para que el Tribunal sentenciador pudiera dictar un fallo condenatorio. Tal opinión refleja un claro desconocimiento de lo que es el proceso penal. El instructor del sumario aportará “testimonios” que el Tribunal considerará o no “pruebas”. Declaraciones de procesados, de testigos, inspecciones oculares, informes de peritos, documentos, huellas digitales, etc. son testimonios que señalan al procesado como probable responsable del delito perseguido, que "indican" su participación en el hecho investigado; de ahí su nombre de “indicios”, derivado de “índice” que es el dedo del que nos servimos para dirigir la atención de nuestro interlocutor hacia un sitio concreto. El Tribunal sentenciador examinará y valorará todos estos indicios sumariales, conjuntamente con lo que resulte del juicio oral, y estimará o no probada la culpabilidad del acusado. En la sentencia se hará el relato de los hechos “probados” en que se ha convertido lo que hasta entonces eran solo indicios. Es absurdo, por tanto, imputar al juez instructor su ineficacia por no aportar pruebas cuando la prueba no es un hecho objetivo; es la valoración subjetiva de los magistrados sobre los indicios surgidos por la investigación de los hechos. De ahí la discrepancia entre las sentencias dictadas por los magistrados de un Tribunal y las de los componentes del órgano superior, en caso de recurso. Si se trata del mismo delito, del mismo hecho, y de los mismos inculpados ¿por qué disienten las sentencias? La razón no es otra que la distinta valoración que de unos mismos indicios han hecho distintos magistrados.


Otro error, a nuestro parecer, en el que se incurre y contra el que nadie se pronuncia, es el de considerar que una sentencia absolutoria equivale a una declaración de inocencia. Error parcial, porque algunas veces, sí, la sentencia absolutoria es una declaración de inocencia. Suele decirse entonces que la sentencia es absolutoria con todos los pronunciamientos favorables. En otros casos, que son la mayoría, lo que la sentencia dice es que no se estima probada la responsabilidad penal del acusado. Una cosa es decir que ha quedado probado que el acusado no tiene responsabilidad en el hecho delictivo objeto del proceso y otra, muy distinta, decir que no ha quedado probado que la tenga. No es un juego de palabras. En el primer caso el convencimiento de los miembros del tribunal es que al acusado no le afecta un hecho del que es ajeno. En el segundo no se declara ese convencimiento; los miembros del Tribunal pueden estimar la probabilidad de que el acusado sea responsable de los hechos, pero no apreciar como evidente y clara esa responsabilidad, en cuyo caso deben dictar sentencia absolutoria, atentos a ese principio jurídico de que en la duda no cabe condenar, solo absolver. Si esos magistrados revelasen en su sentencia su verdadero estado de ánimo, habrían de decir: “Aunque creemos que el procesado es culpable, no estamos seguros”. Estos distingos no caben en un proceso judicial. Se absuelve o se condena, dilema favorece al inculpado. Para que su tesis prospere, la acusación tendrá que llevar al Tribunal al pleno convencimiento de la responsabilidad penal del acusado. Al defensor le bastará introducir la duda en la mente de los magistrados para conseguir la absolución de su cliente. Hace unos años, en un proceso que tuvo resonancia nacional, por el rango político de los inculpados, la investigación sumarial ofrecía un claro testimonio de responsabilidad de uno de ellos. El indicio consistía en la grabación, ordenada por el juez, de una conversación telefónica en cinta magnetofónica. En la grabación de cintas pueden hacerse diabluras; borrar, añadir, intercalar, trastocar. Esta es la razón de que alguna disposición legal, o la jurisprudencia, rechacen como medios de prueba esta clase de grabaciones. Solo pueden ser admitidas aquellas que el inculpado reconozca como auténticas. En el caso a que nos referimos fue suficiente para ser absuelto que el inculpado no reconociera como suya la voz que se le atribuía, Después proclamaría en varias ocasiones, y siempre con la misma rotundidad, que la justicia le había declarado inocente.


Hemos hecho toda esta disquisición por creer que explica ciertos aspectos de las actuaciones de los jueces y magistrados que, desde un punto de vista práctico, parecen inexplicables. No se comprende que un mismo individuo, detenido veinte veces por una misma clase de delitos, salga en libertad del Juzgado el mismo día en que a él es llevado por la Policía o la Guardia civil. La razón de este, al parecer, absurdo es que aquellos veinte delitos están en fase de instrucción, no ha recaido en ninguno de ellos sentencia firme condenatoria. Al inculpado no se le puede considerar reincidente, Si la cuantía de la infracción no es elevada, como a efectos legales será, en su caso, delincuente primario, no puede quedar sujeto a prisión provisional. Con los medios informáticos actuales el instructor puede saber en el acto que se trata de un delincuente habitual. Bastaría una disposición que estableciera, para estos casos, una excepción que, acorde con la lógica, impusiera la prisión provisional.


Otro caso sangrante es el del narcotráfico. La Policía armada y la Guardia civil saben, con toda seguridad, si no todas, sí muchas de las personas que dirigen, en las alturas, el tráfico de drogas. La dificultad para detenerlas y llevarlas al Juzgado estriba en la obtención de testimonios en los que pueda fundamentarse un proceso judicial, porque en todo ese movimiento de drogas y capitales, nunca aparecerá escrito el nombre de uno siquiera de los “capos”, ni su firma, ni sus huellas dactilares, nada, en suma, que signifique un indicio en el que se pueda fundar una inculpación. Es curioso que en el caso de un capo gallego, vivía éste, y es posible que siga viviendo, en un suntuoso palacio, que no estaba inscrito a su nombre en el Registro de la Propiedad. El titular era una sociedad anónima, de la que el capo era jardinero. No sería de extrañar que a estas horas esté ya cobrando pensión de la Seguridad social. El único testimonio que pudo conseguirse fue la declaración como testigo de uno de los peones de la banda, testimonio que, si es único, puede no ser considerado como suficiente para una condena, máxime dada la escasa calidad crediticia del declarante. En el caso gallego que hemos citado, el “traidor” tenía que vivir cambiando contantemente de peluca, del color del cabello, y del domicilio para evitar ser liquidado por ex compañeros de la banda.


Algo parecido a esto ocurre con el terrorismo. Más o menos, Guardia civil y Policía armada tienen que tener en sus archivos los nombres de muchos terroristas que viven plácidamente del ejercicio de su “profesión”, pero hasta que de los hechos por ellos ejecutados no surjan indicios de su intervención, no pueden detenerles para ser sometidos a proceso. Cuando esto ocurre, podemos encontrarnos con un juez que no pueda sustraer del recuerdo a compañeros que por enfrentarse legalmente con los terroristas cayeron a sus manos. Un juez benévolo se adaptará a cualquier interpretación que le permita eludir el peligro. Lo mismo puede ocurrir en el Tribunal superior cuando llegue, si es que llega, el día del juicio oral y de su consecuente sentencia.


Estos tres asuntos: delincuencia común, narcotráfico y terrorismo son los tres grandes problemas comunes a todos los países occidentales entre los que nosotros estamos. Hay un cuarto problema, que está en su fase inicial, que aún no les afecta a todos, que es la guerra que el Islam ha declarado al mundo occidental, guerra que tiende a generalizarse a lo que ellos llaman los infieles. Algún día, nuestro mundo, tendrá que darse cuenta de que las instituciones actuales, los principios vigentes, no son suficientes para nuestra defensa, que los tribunales ordinarios y la fuerza pública actual no pueden ganar la batalla contra la masa de delincuentes privados o asociados, contra entes bien organizados, armados y financiados como el narcotráfico, contra terrorismos de ámbito nacional o internacional, con indudables canales de comunicación. Si estos países, tan alevosamente atacados, no recurren a otros medios más eficaces de defensa, nuestros problemas, cada vez mayores, no se verán resueltos, y ya dijo, creo que Clausewitz, que la solución a problemas sociales que no tienen solución política es la guerra. Nadie sabe si ya estamos en ella, o si es solo un ensayo, pero quienes ya en nuestra juventud vivimos y sufrimos la guerra, no quisiéramos que nuestros nietos o biznietos tuvieran que pasar también por aquellas vivencias y sufrimientos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario