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domingo, 7 de febrero de 2010

33.- LA VALENTIA

Aunque en el lenguaje corriente suelen ser considerados el valor y la valentía como sinónimos, son términos dotados con distinta significación. Valor indica la propiedad de una cosa para satisfacer una necesidad humana. También, a veces, se confunden valor y precio, lo que, según Antonio Machado, es cosa de necios. La cosa de máximo valor en que nos tropezamos apenas nacer y que se nos hará indispensable hasta la muerte, será el aire que respiramos. Solo con dos minutos que nos privasen de él, acabaría nuestra vida. Mayor necesidad, imposible. Por fortuna, la existencia de una cantidad inagotable de aire, nos obsequia la gratuidad de elemento tan valioso.


De lo que vamos a tratar no es del valor del ser humano, sino de su valentía, es decir del ánimo, del esfuerzo, del sacrificio con que es capaz de enfrentarse en situaciones en que se pone en juego sus intereses, su propia vida, o los intereses y vidas de otras personas a las que él se apresta a defender generosamente cuando ve que son atacadas abusiva o injustamente.


Es esta de la valentía una condición privativa de la especie humana. Las otras especies atacan o se defienden, porque el instinto de conservación es general a todo ser viviente, pero lo hacen de forma automática, sin decisión previa de advertir y valorar el peligro. La distinta acometividad de cada especie no se debe a una mayor decisión de luchar, sino a una mayor posesión de fuerza para salir vencedor en la batalla. Así vemos que en la riña entre dos machos de la misma especie por la posesión de la hembra, acaba saliendo un triunfador que no será el más valiente sino el más potente Así se fortalecerá la especie; la hembra de mejor porte, elegida por dos machos, será disputada entre ellos para ser engendrada por el macho más poderoso. En La Marcha Triunfal, la célebre poesía de Rubén Darío, cuando desfilan, al son de los claros clarines, los guerreros laureados por la reciente victoria, entre las mozas que los aplauden en los balcones destaca una, “la más hermosa sonríe al más fiero de los vencedores”.


No consiste, no obstante, la valentía en la decisión de arriesgar la vida, de poner la vida al tablero como decían nuestros clásicos, por cualquier controversia o contratiempo. La vida es el máximo bien preciado que uno posee y no hay que jugárselo a la carta como en una partida de bacarrat. Hubo en el Parlamento español de la última (por ahora) república, un lance de gran belleza. Un joven diputado oyó unos insultos graves contra su padre, proferidos por otro diputado de ideas opuestas; se suscitó un barullo, no de palabras sino de acciones, con notable desventaja numérica de quien se estimaba ofendido. Terminada la trifulca, Indalecio Prieto, destacado miembro del partido opuesto al del joven, que había sido espectador inactivo del espectáculo, ejerció de crítico y ensalzó la valentía con que había actuado el joven y adversario diputado. El gesto honra al dirigente socialista que intervino con clara generosidad. Contestó el joven agradeciendo las palabras de su oponente y añadió que no se consideraba un hombre valiente, pero que intentaba alcanzar el mínimo valor suficiente para no caer en la indignidad. Uno siente que en el Parlamento actual no se vean incidentes como éste, tan ejemplares. La verdad es que en aquel tampoco se daban. Quizá aquél fuera un caso único.


Hemos de distinguir entre la valentía física y la valentía moral, que son facultades que se ejercitan en virtud de un impulso de la voluntad, pero que se apoyan en las condiciones físicas y mentales de la persona. El dotado de fuerza muscular, con agilidad de movimientos y capacidad de propinar golpes contundentes, será valiente en las lides corporales. El dotado de buena inteligencia, de buen sentido de lo justo y lo injusto, con capacidad para discernir y diferenciar entre los matices de las cuestiones aparentemente iguales, tendrá valentía moral para mantener en las contiendas no beligerantes la defensa de lo que estime justo. No es infrecuente ver a personas audaces y esforzadas en las riñas físicas, carecer de todo ánimo de lucha en el sostenimiento de posturas cívicas. Contrariamente, personas con escasa corpulencia física, exentas de ánimo belicoso, han mantenido, con pertinaz decisión, y en contra de su propia conveniencia, posiciones opuestas a los intereses y las ordenes de personas muy superiores de quienes hubieran podido recibir, de haber sido tolerantes, apreciables beneficios y favores.


Fue por los años 20 del siglo pasado cuando aquel número uno del periodismo español que fue César González Ruano, entrevistó al Teniente Coronel Franco en Madrid, procedente de Marruecos, de paso para Asturias. La portada de ABC la ocupaba el insigne militar a quien el eximio periodista denominó “Un Caudillo de Africa”. Una de las preguntas era que, dada su acreditada valentía en las batallas libradas en Marruecos, explicase en qué consistía esa condición de estar siempre dispuesto a exponer la vida en aras al triunfo frente al enemigo. Contestó Franco que no era eso un mérito personal, sino la enseñanza y los ejemplos que todo militar recibe en las Academias por las que pasa para forjar su espíritu de combate. Al replicar el periodista que no podía ser solamente eso porque todos los militares recibían las mismas enseñanzas, y ejemplos para su formación y no todos mostraban después igual nivel de heroísmo, añadió el entrevistado que si algo más había podía ser el aguantar el miedo un minuto más que el enemigo.


Consiste el miedo en la reacción espontánea e insuperable que toma el ser humano cuando advierte la posibilidad de la muerte. La diferencia entre el valiente y el cobarde está en la manera en que se pretende eludir el peligro. El valiente valora las posibilidades de defensa para decidir si afronta el peligro o lo elude. Quien decida afrontarlo, sin ninguna posibilidad de defensa no será valiente sino necio o loco, como don Quijote ante los molinos de viento. El cobarde rehuye el enfrentamiento, aunque las posibilidades de vencer sean superiores a las de su oponente. Para el cobarde la única reacción ante el peligro es la de evadirlo, sin tener en cuenta que, a veces su propia huida es lo que le lleva a la derrota. Edipo, personaje insigne del teatro griego, recibe, siendo mozo, la profecía de que matará a su padre y engendrará hijos con su madre. Atormentado por ese anuncio del parricidio y del incesto, huye de sus padres, creyendo que el alejamiento hará imposible el cumplimiento de la profecía. Eso es lo que hará que se cumpla: encontrará un día en el camino a su padre, quien dará muerte y contraerá matrimonio con una mujer con la que tendrá descendencia, sin saber que ambos eran el padre y la madre cuyas efigies había olvidado. Nuestro Jardiel Poncela, autor destacado del teatro español, y al que algún día la literatura hará justicia, escribió una obra “Las 5 advertencias de Satanás,” en la que este dios de la maldad advierte al protagonista que le ocurrirán cinco desgracias que le describe. Contesta el amenazado que, sabiéndolas, sabrá también eludirlas, con lo que no se cumplirá su sentencia. Le responde Satán que por intentar evitarlas es por lo que, precisamente, caerá en ellas. Lo gracioso de esta comedia, que demuestra el ingenio de su autor es que, en efecto, todo ocurre por querer evitarlo.


La persona dotada de esta cualidad admirable que es la valentía, cuando se ve ante el peligro piensa en vencerle y no en eludirlo. Esa es la diferencia entre el valiente y el que no lo es, entre el héroe y el cobarde En una película americana quedará perfectamente delimitado el dilema: Solo ante el peligro. Gary Cooper se acaba de casar con Grace Kelly y emprenden viaje de bodas en un carromato. Cooper es el sheriff del poblado y cuando inician la marcha son advertidos por uno de los vecinos que le dice: Haces bien en marcharte porque esta tarde vienen a por tí los cuatro de la banda tal, que metiste en la cárcel; tres ya están en la estación del ferrocarril esperando al jefe que saldrá hoy de prisión y que llegará esta tarde. Contesta el sheriff: No lo sabía, pero nos vamos de viaje. Sigue el carromato su marcha, con su conductor pensativo hasta que, de repente, da la vuelta. ¿Qué haces? Pregunta la mujer. Volver al pueblo. ¿Por qué? Porque no puedo irme cuando ellos vienen a por mí. Pero tú te vas porque te has casado, no por otra cosa. Sí, pero sé que ellos vienen a por mí y me voy. ¿Me voy a pasar la vida huyendo de ellos?


Cuenta el sheriff que en el poblado al que él libró de los cuatro matones alguien más habrá dispuesto a hacerles frente. No lo hay; todos tiemblan ante el peligro de los cuatro forajidos, todos menos uno: un niño de 14 años.

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