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domingo, 7 de febrero de 2010

11.- LEY DE SUCESION A LA JEFATURA DEL ESTADO

Es la primera vez que tuve que intervenir en un acto público y político. Con motivo del referéndum para la Ley de Sucesión del Estado tuve que formar parte de la mesa de mi colegio. Presidía Roberto Alapont Borja, tan célebre por su especial carácter.


El General Franco venía ejerciendo como Jefe del Estado desde el 1 de octubre de 1936 a pesar de que la disposición de la Junta de Defensa, que presidía el General Cabanellas, le había nombrado Jefe del Gobierno y Generalísimo de los Ejércitos, pero no Jefe del Estado. Hay que tener en cuenta que el Alzamiento Militar del 18 de julio había estallado en razón de que los militares sublevados consideraron que la situación política era ya insostenible. Ya antes del Alzamiento el propio Indalecio Prieto escribió un artículo con el título de ¡Basta ya! En la que advertía a los sindicatos y a las izquierdas que aquello no podía continuar. Los hechos confirmarían las apreciaciones pesimistas del político socialista y de los generales conspiradores cuando el 12 de Julio era asesinado por la fuerza pública don José Calvo Sotelo, convertido de hecho en jefe de la oposición.


En la gestación previa al Alzamiento, se habían comprometido militares de distintas tendencias: monárquicos, republicanos, católicos, masones y otros que podríamos calificar como simple y puramente profesionales, carentes de tendencia política o religiosa. El móvil que les impulsaba no tenía color político, pues consistía en la, para ellos, necesidad y deber de restablecer el principio de autoridad, tan claramente maltratado desde las elecciones del 16 de febrero, que dieron el gobierno al Frente Popular. Esa es la razón de que en las primeras proclamas de los militares sublevados se incluyeran vivas a la República que era, al fin y al cabo, el régimen imperante desde 1931. Militares monárquicos, republicanos o puramente profesionales se sintieron unidos, por encima de cualquier diferencia, en ese proyecto común, ajenos a toda tendencia política.

Fracasado el alzamiento y abierta la guerra civil, los dos bandos contendientes dieron la espalda a un régimen democrático y republicano que, en poco más de cinco años, había conducido a los españoles a aquel enfrentamiento. En las dos zonas en que España fue dividida, se inicia una guerra sin cuartel, en la que se cometen asesinatos de personas que son consideradas como afectas al bando contrario. En la zona que llamaremos republicana, aunque si algo de republicano o demócrata hubiera quedado en ella, y que llamaremos roja porque así la denominaron sus fuerzas dominantes, aquellos desmanes estuvieron más programados, más organizados, con ordenes y consignas procedentes de las cúpulas de aquellas organizaciones sindicales o partidos políticos que crearon, extraoficialmente, los Comités locales, cuya función era, entre otras, pero muy especialmente, la limpieza de enemigos. En la zona opuesta, la llamada nacional por auto denominación y fascista por titulación de los enemigos, los asesinatos fueron cometidos por falangistas, requetés o personas simplemente de derechas, incluso por elementos de la Guardia civil, obedeciendo generalmente a la voluntad, mala voluntad, de las personas que dominaban en cada pueblo, ciudad o zona. Los propios militares sublevados fueron muy severos con aquellos compañeros que, al no sumarse al Alzamiento, fueron causa de su fracaso y del estallido de la guerra civil.


Este desorden en la zona nacional o fascista, hizo que la mayor parte de los generales sublevados, manifestaran su oposición a lo que estaba ocurriendo en la retaguardia, pero no tenían a quien culpar personalmente de la situación porque, si bien desde el 24 de julio estaba constituida una Junta de Defensa, presidida por don Miguel Cabanellas, como General de División más antiguo, este órgano carecía realmente de autoridad y de medios para hacer cumplir decisiones, por lo que ni las tomaba, consecuencia todo de la falta de una organización del Estado, de que el poder estaba, en cada zona, en manos del militar de mayor categoría, y de que no hubiera, entre una y otra zona, nexos de unión que las subordinara a un órgano superior común.


A tal punto llegó la disconformidad de algunos generales con esta situación, que Mola, director del Alzamiento, amenazó con abandonar la empresa y marcharse al extranjero si no se nombraba a un jefe único, del que todos dependieran, y al que se pudiera hacer responsable de todo lo que estaba ocurriendo.


Reunidos varios militares en Salamanca, recayó ese nombramiento en la persona del General Franco, el más joven de todos ellos. La disposición por la que la Junta de Defensa le confiere el poder, le nombra “Jefe del Gobierno del Estado Español” (adviértase Jefe del Gobierno del Estado, no Jefe del Estado) y además Generalísimo de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, añadiendo que, como tal, ejercería todas las funciones del nuevo Estado. O sea que no se le nombra Jefe del Estado pero, como las funciones de esa máxima jefatura no pueden quedar vacantes, se añade que como Generalísimo ejercerá todas las funciones del nuevo Estado, es decir también las de Jefe de Estado, no atribuidas personalmente. Esto es, o al menos parece, un galimatías que puede interpretarse en el sentido de que aquellos señores, unos monárquicos como los generales Orgaz y Kindelán, otros republicanos, como Queipo de Llano y Cabanellas e incluso Mola, dejaban la Jefatura del Estado libre de designación para que, al terminar la guerra, se determinase si España iba a constituirse en forma de gobierno monárquico o republicano. Entretanto las funciones de la Jefatura del Estado quedaban provisionalmente encomendadas al Generalísimo de los Ejércitos.


Esta es la situación al terminar la guerra. Ha llegado, pues, el momento de que el Estado se defina. A los generales monárquicos no les seduce plantear la cuestión de la monarquía, entre otras cosas porque son afectos a la de Alfonso XIII y el único fervor monárquico que se advierte en la España vencedora es el de los requetés, fieles a la monarquía carlista; los generales republicanos no pueden abogar por el retorno a una República, que, según ellos, nos llevó a España a la guerra civil. A Franco y a los franquistas no les gusta la monarquía ni la república; prefieren el caudillaje que les ha llevado a una victoria que parecía imposible.


A los cinco meses de terminada nuestra guerra, cuando todavía resuena el eco de los últimos cañonazos, empieza la que será segunda guerra mundial. España no entra en el conflicto, pero Franco juega la carta de la victoria alemana, en correspondencia al apoyo recibido en nuestra contienda. Pierde Alemania y los vencedores, Estados Unidos, Inglaterra y Rusia se concitan contra Franco. Surgen entonces los generales monárquicos, acompañados de algún profesional, para pedirle a Franco que se vaya y que deje paso a la monarquía. Franco no accede; alega que, falta la monarquía alfonsina de apoyo popular, daría paso inmediato a la toma del poder por quienes perdieron la guerra, con las consecuencias funestas que la revancha supondría. No es el general gallego el único en mantener esta opinión. Hay en Madrid una ingente manifestación de apoyo a Franco, con pancarta sostenida, entre otros, por Jacinto Benavente y Gregorio Marañón, que nada tenían de falangistas o franquistas, pero a quienes, por lo visto, y como a tantos otros, les aterra la idea de que, después de la pasada que supuso durante la guerra la limpieza de las retaguardias y de la represión hecha por los vencedores sobre los vencidos al final de la guerra, venga ahora la revancha de los vencidos.


No es éste el único problema al que tiene que enfrentarse el General Franco al terminar la guerra en Europa. Roosevelt, Churchill y Stalin, en cuanto a España, habían acordado en Yalta promover una rebelión interior contra Franco, mediante entrada por los Pirineos de los españoles exiliados, lo que daría motivo para que los aliados, con el pretexto de evitar una nueva guerra civil, entraran en España como pacificadores para derribar a Franco y restaurar la monarquía. A esta maniobra prestó su asentimiento, según ha escrito últimamente Anson, el hijo de Alfonso XIII, don Juan, heredero de los derechos dinásticos de su familia. Dos meses antes de terminar la guerra, fallece Roosvelt, que es sustituido por el Vicepresidente, Truman, un personaje desconocido incluso para los norteamericanos, del que muy poco se sabe, pero sí que siente una especie de odio o repugnancia visceral contra el general español. El futuro de Franco no puede ser menos risueño. Terminada la guerra mundial, ha llegado el momento de poner en marcha los aliados el plan trazado para España, pero el fin de la lucha armada trae, de inmediato, el inicio de la guerra fría: la URSS se inicia en el dominio de las naciones europeas, mediante el sistema del caballo de Troya que consiste en la existencia, en cada uno de los países, de un Partido Comunista obediente a Moscú. Churchill hace una llamada de alarma en su discurso de Fulton: “Un telón de acero ha caído sobre Europa”. Truman, el llamado “camisero de Missouri” (carecía de altos estudios y era un simple comerciante) se muestra como un hombre sencillo pero enérgico, poseedor de un gran poder de decisión y con gran sentido común. Ve que el único país de la Europa continental en que no hay Partido Comunista es España y que, mientras allí siga el General Franco, no habrá dominio comunista. Deja en el cajón el pacto de Yalta y renuncia a derribar al general que tan mal le caía.


Franco juega entonces su baza. Como ve que las fuerzas que conspiran en el exterior se han unido con los monárquicos de don Juan, redacta una ley en la que se determina que, tras él, vendrá una monarquía, que el rey será de la familia real española, sin necesidad de seguir el orden dinástico de sucesión, puesto que no se trata de reinstaurar la monarquía de 1931, sino de instaurar una nueva monarquía. Con esta ley, propia de una inteligencia tan sagaz como la del general gallego, consigue: 1, satisfacer a los americanos y a los ingleses, haciéndoles ver que el régimen autoritario y personal de Franco, no tendrá continuación; 2, que habrá un régimen monárquico, lo que se opone a los deseos falangistas; 3, que los monárquicos de don Juan podrán ver satisfechos los anhelos de coronar a su señor si se muestran tolerantes con Franco y desisten de su oposición, porque es Franco quien tiene que proponer a la persona de estirpe regia que le haya de suceder, y puede hacerlo a favor de cualquier descendiente de Alfonso XIII; y 4, que, por fin, sea el propio Franco, oficialmente, Jefe del Estado español porque el articulo 1º de esa ley, determina: España se declara constituida en reino. La Jefatura del Estado corresponde al Caudillo de la Cruzada y de España Francisco Franco Bahamonde. Era curioso contemplar que, hasta la vigencia de esta ley, los acuerdos internacionales que publicaba el Boletín Oficial del Estado, iban firmados por Francisco Franco Bahamonde, Generalísimo de los Ejércitos.


Esta era la ley que se sometía a referéndum de los españoles un día del año 47, en el que yo formaba parte de la mesa de un colegio. Se constituyó la mesa una hora antes de empezar la votación. Un funcionario del Ayuntamiento nos trajo los impresos a utilizar y, entre ellos, una lista de votantes, ya escrita. La consigna era que nosotros, tal como fueran votando los electores, llenásemos la lista en blanco de votantes pero que, al final de la votación, al cerrar el colegio, rompiésemos esa lista que habíamos ido llenando y que, sin necesidad de hacer el escrutinio, quemásemos las papeletas y llenásemos el acta de escrutinio con el resultado que nos daban en nota aparte. En fin: que la votación era una farsa, que la lista de votantes que habíamos de llenar era un paripé y que el resultado de todo, oficialmente, ya estaba previsto. Se va el funcionario, me hago cargo de los papeles y rompo la lista de votantes prefabricada y la nota del resultado previsto. Me dice Roberto, extrañado: Pero ¿qué haces, no es esa lista la que teníamos que llevar? Sí, eso es lo que nos han dicho, pero no lo que aquí se hará; la lista válida será la nuestra y el resultado que figurará en el acto será el del escrutinio. Aquí no habrá mentiras.

El referéndum se había preparado con una campaña electoral en la que toda la prensa, unánime, propagaba el SÍ. Lo mismo habían hecho las emisoras de radio. Periódicos y emisoras, todos los medios de comunicación, oficiales o privados habían apoyado la aprobación de la ley, que no tenía oposición política porque no existían partidos. A mí aquella situación no me disgustaba, porque bastantes disgustos me había dado la República democrática, pero que, encima, falseasen el referéndum me parecía una vergüenza. Hoy, mi idea sobre esto no es la misma: disfruto de una libertad de prensa y de unas tertulias radiofónicas donde todos se expresan libremente; los partidos políticos, en general, me divierten. Únicamente lamento, como creo que lamentan casi todos, lo que está ocurriendo en una región que no hace falta nombrar, y el peligro de unas autonomías que pueden tomar un mal camino. Pero volvamos al tema principal. Nuestra lista de votantes y el acta de escrutinio, respondieron a la más exacta realidad.


Cuando las llevamos a los juzgados, sede de la Junta electoral, se alarmaron: ¿Pero, qué lista nos traéis? Esta, que es la verdadera. ¿Y la otra? La rompimos. Eso no es lo que habíamos ordenado. Claro que no; pero esto es la verdad, y no se preocupen, el resultado real es semejante al prefabricado. En efecto en ambos el porcentaje de síes rebasaba el 90 por 100 de los votantes.

Yo no sé lo que pudo ocurrir en otros pueblos o en las restantes provincias de España, aunque lo imagino porque aquella orden de falsear el resultado debió de ser general. Sí que sé lo que ocurrió en Catarroja, porque lo viví. Y digo que en el Colegio en que yo estuve no hubo ni la más leve falsedad y que el resultado fue, punto más, punto menos, el que se publicó como general. Si hubo mentiras, que supongo las habría, tomando como referencia la mesa en que yo estuve, estuvieron de sobra.

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