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domingo, 7 de febrero de 2010

25.- POLITICA

Establecemos una diferencia del significado de esta palabra según la escribamos con la letra inicial mayúscula o minúscula. La distinción no es académica sino puramente personal. Consideramos la Política en el sentido original, como el arte o la obra de gobernar, o sea el ejercicio de las facultades de la autoridad para administrar y ordenar los intereses públicos. Estimamos que política, en minúscula, se refiere al juego o lucha entre los distintos grupos, asociaciones o partidos para alcanzar el poder. El fin de la Política es el mejor servicio a los intereses de la comunidad; el de la política llegar a ocupar los cargos desde los cuales se ejerce la acción de gobierno. Maura, don Antonio, el gran político conservador dijo “Una cosa es gobernar y otra estar en el Gobierno” Con muy pocas palabras estableció aquel insigne mallorquín los campos distintos en que se mueven la Política y la política.


Nuestro pensamiento, si obedece las leyes de la lógica, nos lleva a la conclusión de que el único sistema que justifica el hecho de que unos determinados miembros de la comunidad posean facultades para imponer las normas que han de regir la convivencia pacífica de todos, es el sistema democrático, la ley de la mayoría. Sin embargo, a veces, este sistema nos conduce a un estado en que los grupos o partidos se acometen enfrentados por conseguir los votos necesarios para alcanzar el poder. El fin de gobernar ha sido pospuesto por el fin de estar en el Gobierno. Los medios para conseguir ese fin suelen ser el engaño, la mentira, la falsedad, la calumnia, el montaje de campañas ignominiosas contra el adversario, el aprovechamiento de cualquier calamidad pública para acusar de culpabilidad al partido gobernante o el uso de medios de gobierno para descalificar a la oposición. Don Manuel Azaña, siendo Presidente del Gobierno, anotó en su diario sus lamentos por tener que pasarse todo el santo día dedicado a problemas de los partidos políticos, a discursos en el Parlamento para defenderse de ataques de la oposición, a entrevistarse con personajillos de partidos minúsculos pero necesarios para mantener la mayoría de la coalición, en fin, “todo el día templando gaitas”, sin disponer de tiempo para el ejercicio de la noble acción de gobernar.


Esto es lo lamentable del sistema democrático. Hay casos en los que la oposición se mantiene en una postura razonable. Muestra su contrariedad a aquellas decisiones del Gobierno que considera no convenientes para la comunidad, colabora en caso contrario y, sobre todo, apoya totalmente al Gobierno en cuestiones de política internacional. Pero también hay partidos que se oponen sistemáticamente a todas las decisiones del Gobierno, al que culpan de todo lo malo que ocurra en el país. ¿Piove? Porco Governo, dicen en Italia. Culpa es del Gobierno si llueve y culpa suya es también, no faltaba más, si hay sequía.


En ese juego de ocupar el poder alternativamente los partidos mayoritarios en el sistema democrático, es lógico que el partido que toma el poder modifique, reforme, enmiende, alguna de las disposiciones dictadas por quienes han pasado a ser oposición, que sean mejoradas esas leyes según el criterio del nuevo Gobierno. Lo que no es comprensible es que, sistemáticamente, se deroguen disposiciones por la única razón de haber sido dictadas por el partido opuesto al que gobierna. Oí una vez decir a alguien con motivo del cambio de Alcalde de un pueblo que lo primero que tenía que hacer el nuevo es deshacer todo lo que había hecho el anterior. Penélope destejía durante la noche lo que había tejido durante el día porque tenía sus razones para hacerlo, pero no hay razón alguna para que un partido derribe lo que haya edificado en su etapa de gobierno el partido opuesto. Cuando una democracia cae en ese absurdo, cuando la noble misión de gobernar se sustituye por el deseo de estar en el gobierno, y la importante función de hacer la oposición controlando al Gobierno para evitar que se extralimite, se convierte en una lucha en la que el Gobierno pretende mantenerse y la oposición derribarle para sustituirle, la democracia se aparta de los principios éticos que la justifican.


En España tuvimos, de 1923 a 1930, una Dictadura, la del General Primo de Rivera. El término hoy está totalmente desprestigiado, porque así son considerados los regímenes imperantes en los países que perdieron la segunda guerra mundial y otros que, sin haber participado en ella, fueron gobernados autoritariamente. A pesar de ello quienes vivieron aquella etapa, ya tan lejana del General Primo de Rivera, saben que la democracia anterior, la que tuvo su origen en la Constitución de 1876, la que dio paso a una alternativa en el poder de los partidos liberal y conservador, liderados por Sagasta y Cánovas, había devenido en una situación de crisis permanente. Había estallado la rebelión de las masas, según estudio de Ortega y Gasset. Crecía el partido socialista y la UGT, fundados por Pablo Iglesias a finales del siglo XIX. Surgió el maridaje de la CNT y a FAI que unía a la gran central sindical, muy superior a la moderada UGT, con los anarquistas cuyos objetivos políticos eran la destrucción, no ya del capitalismo sino también de la simple sociedad burguesa, fundamento necesario del régimen democrático. Primo de Rivera restableció el orden público, tan vulnerado por hechos tan vandálicos como la Semana Trágica, la huelga revolucionaria del 17, la bomba del Liceo, los atentados políticos, la ley de fugas. Acabó el General, mediante el desembarco de Alhucemas, con la sangría intermitente pero larga de la guerra en Marruecos, realizó las Exposiciones de Barcelona y Sevilla, construyó carreteras, apoyó a la UGT frente a la CNT nombrando Consejero de Estado al dirigente socialista Largo Caballero. En los siete años de Dictadura no hubo ni una sola muerte por motivos políticos. Si comparamos esa etapa con la de siete años anteriores, y posteriores de 1916 a 1923, y la de 1930 a 1937, no cabe ninguna duda de en cual de las tres la función de gobernador se realizó con mayor respeto al principio de atender primordialmente a los intereses de la comunidad.


¿Estamos defendiendo la idea de que la Dictadura es un sistema mejor que la Democracia? No. Creemos que el sistema político más racional, más acorde con la lógica y con la ética es que gobiernen aquellas personas, grupos o partidos que el pueblo designe en libre votación, pero estamos diciendo también que la democracia puede derivar a situaciones en las que quienes gobiernan no velan por los intereses de la comunidad, sino por el dominio en el Parlamento del partido al que pertenecen y que les permite, personalmente, estar en el Gobierno.


Desde que terminó el régimen autoritario del General Franco, las personalidades dirigentes de los distintos partidos, han estado proclamando no su adhesión al régimen monárquico instaurado por Franco en la persona de Juan de Carlos de Borbón, pero sí su adhesión personal al nuevo rey, que restableció el sistema democrático de partidos políticos. Sin embargo, de algún tiempo a esta parte, empiezan a oírse voces que nos hablan de una tercera república. De momento, el vocerío no es alarmante, pero los españoles somos muy proclives a cambiar por cambiar. No creo en ese refrán de que vale más lo malo conocido que lo bueno por conocer. Lo bueno siempre es preferible a lo malo, conocido o no. Otro refrán, éste de pura cepa valenciana nos dice que “el que estiga be que no es meneche”. Si vemos el resultado que nos ofrecieron las dos repúblicas anteriores y lo comparamos con la revolución española que nos ha hecho pasar de la situación en que nos encontrábamos en 1936, a la actual, no veremos motivos para desear la sustitución de la actual monarquía por una tercera república. No juguemos a realizar experimentos que pudieran resultar explosivos, que ya decía Eugenio d´Ors que “los experimentos, con gaseosa”.


La boda del Príncipe ha hecho nacer en la mente de personas de buena fe pero con ideas muy restringidas de lo que es la Política, que la monarquía resulta más cara que la república. Han oído o leído que esa boda ha costado dos mil o tres mil millones de pesetas y en sus mentes han saltado las alarmas: ¡Eso es mucho dinero! No tienen en cuenta que 3.000 millones, dividido por 40 millones de españoles, salimos a 75 pesetas, que son en euros 45 céntimos. No cuentan lo que nos cuesta la retribución de los concejales del Ayuntamiento, que hasta el régimen actual nunca fueron retribuidos, la remuneración de los Consejeros de las Comunidades Autónomas, organismos antes inexistentes y, sobre todo, el enorme crecimiento de las nóminas en todos los estratos de la administración pública por el aumento abusivo de las plantillas. ¿Cuanto nos cuesta a cada español toda esa burocracia, tan enormemente superior a lo que siempre fue, cuando hoy la informática debería permitir una reducción de las viejas plantillas?


Los nuevos republicanos nos dirán que la monarquía es un régimen que ha quedado obsoleto, que la gran mayoría de las naciones están gobernadas por repúblicas. No se puede discutir que hay repúblicas que funcionan muy bien: Estados Unidos, Canadá, Suiza, etc; tampoco se puede negar que otras funcionan muy mal y no hace falta citarlas porque son casi todas. Monarquías hay pocas. Funcionan bien: Inglaterra, Bélgica, Holanda, Suecia, Japón, España. Únicamente podríamos establecer alguna excepción como Marruecos y la Arabia Saudita pero es posible que esto se deba más a la cuestión religiosa. No vemos que los países musulmanes gobernados en república, vayan mejor.


Hay razones que nos explican por qué en España las dos repúblicas que hemos sufrido, dieron tan mal resultado. El peligro de las democracias, según antes hemos expuesto, es que los partidos sirvan a sus propios intereses, anteponiéndolos a los generales de la comunidad. Las contiendas que surgen entre estos partidos, necesitan un arbitraje, función que corresponde al poder moderador, que ejerce el Jefe del Estado. Un rey no pertenece a ninguna organización, está libre del deber de disciplina a la que están ligados los afiliados a los partidos políticos. El monarca es ajeno a toda empresa que tienda a conseguir el poder. Es, por definición, neutral en la lucha de los partidos.


Los dos personajes políticos que mayor responsabilidad tuvieron en el desastre de la segunda República, fueron don Niceto Alcalá Zamora y don Manuel Azaña Díaz. Hemos dicho responsabilidad y no culpabilidad. La culpa exige un deseo de hacer mal. Ninguno de los dos quisieron llevar a España a una guerra civil, pero la mayor responsabilidad de ambos respecto de todos los demás políticos, se deduce del hecho de que fueron los dos que mayor poder tuvieron y más tiempo lo ostentaron. Alcalá Zamora era profesionalmente un alto funcionario, Letrado del Consejo de Estado; era, además, considerable terrateniente, católico practicante; todo lo cual le acredita como un hombre de derechas. Azaña era un burgués que se calificó como intelectual y liberal. Fue el hombre que por su origen familiar, por su formación, por su carácter, pudo liderar el centro político de aquel tiempo, mas como ese lugar lo ocupaba don Alejandro Lerroux, republicano histórico Azaña se asoció formando, en un principio, la Alianza Republicana. Pronto Azaña disolvió la Alianza para establecerse claramente en la izquierda, para aliarse con el Partido Socialista que, a diferencia del PSOE actual, no era un partido en la línea de la social democracia, sino ostensiblemente en la de un marxismo que le llevaba a la abolición de la burguesía, a la economía de Estado y, al final, en la voz de su mayor representante, Largo Caballero, a la dictadura del proletariado.


Entre Alcalá Zamora, Presidente de la República y Manuel Azaña, Presidente del Gobierno, no hubo concierto posible. Don Niceto era hombre de derechas, Azaña izquierdista hasta el punto de amenazar con la guerra civil en 1934 si la derecha, la CEDA, tocaba poder. Cuando en un gobierno de centro, presidido por el Partido Radical, entraron tres ministros de esa CEDA, que había ganado las elecciones de 1933. la guerra civil nos vino con un preludio, la revolución de Asturias, que nos costó 1200 muertos. Poco más de un año después, las izquierdas llegaron al poder por medio del Frente Popular y las elecciones del 16 de febrero de 1936. Alcalá Zamora fue destituido. Ascendió a la presidencia de la República el señor Azaña que era el jefe de aquel conglomerado de izquierdas en el que entró el Partido Comunista y al que votó en masa la CNT-FAI, que fue la que dio el triunfo al Frente Popular. Con el señor Azaña en la presidencia de la República la función moderadora, arbitral, de la Jefatura del Estado se puso en manos del jefe de uno de los dos bloques rabiosamente enfrentados, en los que se había dividido la política española. Uno, que nunca ha sentido fervores monárquicos, cree hoy, sinceramente, después de las enseñanzas que le ha proporcionado una larga vida que, bajo la moderación de una monarquía neutral, no hubiera estallado aquella guerra fratricida.

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