Páginas

domingo, 7 de febrero de 2010

27.- LA REFORMA AGRARIA

El peor de los males que sufre España, al entrar en el siglo XX es la pobreza. Un país como el Reino Unido ha creado durante el siglo anterior, un extenso imperio. España, contrariamente, ha perdido todas sus colonias; se ve forzada a vivir, exclusivamente, con sus propios recursos. En lo industrial, solo dos pequeños focos, el país vasco y Cataluña, ofrecen unas pequeñas muestras de desarrollo, cuyo crecimiento se tiene que apoyar en la protección aduanera que les brinda el Estado. Esta situación explica el hecho de que Joaquín Costa pidiera un cirujano de hierro que transformara a España dotándola de escuela y despensa, dos cosas de las que carecía, al menos en la cuantía suficiente para entrar en una vía de progreso. Esa es la razón que hizo decir a don Antonio Maura que España necesitaba una revolución hecha desde el poder.


A los españoles de mi edad se nos decía en la escuela: que España era un país muy rico porque era muy variado y que era un país agrícola. Se nos tenía que haber dicho, en honor a la verdad que era un país muy pobre porque carecía de riqueza industrial. Después, cuando ya en mayoría de edad, vimos que desde el Estado se fomentaba la creación de esa riqueza industrial, tuvimos que oír repetidamente que todo eso estaba de sobra, que España era un país agrícola, que todo lo que nosotros pudiéramos fabricar debíamos importarlo, que siempre nos resultaría más barato que si lo fabricábamos nosotros. Y si preguntábamos con qué íbamos a pagar todas esas importaciones, nos daban siempre la misma respuesta: con naranjas.


Pues bien: en agricultura España es hoy un país importador. El valor de lo que compramos al extranjero para alimentarnos (frutas, productos agrícolas, carnes, etc) es superior al de los productos agrícolas que exportamos, incluida la naranja. ¿Cómo se decía, entonces, que éramos un país agrícola? Sencillamente porque lo poco que exportábamos eran productos del campo, especialmente naranjas. España era un país subalimentado, donde la tuberculosis era como una plaga, con unos soldados que al ser medidos para entrar a cumplir el servicio militar, daban una talla de las más bajas de Europa. Ha bastado que los españoles coman lo suficiente para que esa talla media haya subido considerablemente. Las exportaciones agrícolas, incluida nuestras magníficas naranjas, apenas si representan algo en el total de exportaciones, que hoy tiene renglones tan cuantiosos como la exportación de automóviles. En más de una ocasión hemos podido leer, aunque no podamos responder de la certeza del dato, que las exportaciones de azulejos son superiores en valor al de todas las exportaciones agrícolas.


España, país agrícola. Todos los países son agrícolas, porque la tierra algo da, aunque solo sea esparto. Cuando de un país se dice que es agrícola lo que se está diciendo es que no tiene más que lo que la tierra da, o sea que carece de industria, en definitiva que es un país pobre. A los valencianos la frase nos sonaba bien porque en el conjunto de la economía nacional nuestra aportación era destacada, dada la productividad de la tierra, debida a estar bien dotada de agua y a la bondad del clima. Sin embargo, la agricultura valenciana no es lo rica que muchos de nosotros creen. Se confunde la productividad de la tierra con la productividad del trabajo. Lo que da la medida de la verdadera riqueza agrícola no es el hecho de que una hanegada de tierra en Valencia produzca más que en cualquier otro lugar de España y aun de Europa. Lo importante no es eso, sino que una jornada de trabajo en una tierra determinada ofrezca más producción que en otras tierras. En la huerta de Valencia, una hectárea de tierra permite una mayor producción que en cualquier otra zona, pero a costa de una gran cantidad de esfuerzo humano, si como aquí ocurre la mayor parte del trabajo se ha de realizar con los brazos. Un cultivo extensivo, en grandes fincas, nos dará una producción menor en cuanto a superficie, pero muy superior en cuanto a esfuerzo humano si el trabajo lo ha realizado un solo hombre conduciendo un tractor, instrumento que en la agricultura valenciana ha encontrado una aplicación favorable en el cultivo del arroz, pero no en el de hortalizas, `por ejemplo, que han de ser trabajadas por medios que pudiéramos llamar artesanos, o sea realizados a mano.


Si la agricultura no es lo rica que creíamos, ni siquiera en Valencia, ¿cómo iba a serlo en las tierras de secano o en las zonas del interior, con temperaturas extremas, continentales? Al recorrer Francia, Alemania, Holanda, etc., contemplamos regiones extensas con tierras de buen grano, superficies llanas o ligeramente onduladas, con aguas sobrantes por las constantes lluvias. Al entrar en Alemania por Suiza, se atraviesa una zona de muchas decenas de kilómetros, llamada la Selva Negra, cubierta toda por árboles. ¡Qué no darían los valencianos por disponer de una tierra como aquélla! Aquí para poder hacer un campo de naranjos, se ha tenido que sacar previamente toda la piedra, el “tap” situado inmediatamente debajo de una película de tierra escasamente profunda. Claro que aquí tenemos un clima que ellos no tienen y esa es la circunstancia que nos permite a nosotros cultivos que ellos no pueden hacer, pero toda esa zona naranjera, que constituye una riqueza, aunque no tanta como se ha venido exageradamente diciendo, con cuanto esfuerzo, con cuanto trabajo, se ha realizado. En cuanto al riego, debe tenerse en cuenta que gran parte de esa tierra dedicada al naranjo ha de ser regada con aguas extraídas del suelo, a gran profundidad muchas veces, con grandes costes de electricidad. Todo eso en Valencia que es, pudiéramos decir, el vergel español. Pensemos en el resto de España: en el Norte, donde llueve lo suficiente no hay tierra cultivable porque la Cordillera Cantábrica está situada cerca del mar; en las dos mesetas castellanas, con buen grano de tierra, se tiene un clima continental que significa unas grandes heladas en invierno y un infierno de calor en verano, con una notable carencia de agua; en Andalucía y Extremadura, en lo que no son serranías, en las zonas llanas, calores tórridos en verano con notable escasez de agua, con grandes épocas de sequía que terminan en inundaciones; en la zona mediterránea muy poco agua, con escasas llanuras, con terrenos montañosos que llegan al mar. Es curioso lo que ocurre en la provincia de Castellón: en toda España, quienes no han pasado por allí creen que es una provincia completamente llana. Lo estiman así por el nombre oficial, de Castellón de la Plana. Contrariamente, la provincia es tan montañosa (la segunda de España en el orden de la altitud media) que en el espacio donde se sitúa la capital, Villarreal, Burriana y Almazora, se le conoce como “la plana”, porque es lo único llano que hay en toda la provincia. De ahí le viene el sobrenombre a la capital y a la provincia, donde destacan cumbres como Peñagolosa, a 1813 metros de altitud y pueblos como Vistabella del Maestrazgo y Ares del Maestre, cerca de los 1500. Si dirigimos la mirada hacia Alicante veremos como en Denia, en Javea, en Altea, en Benidorm, en cualquier sitio del litoral, las montañas llegan al mar.


Con toda esa configuración de la tierra ¿cómo puede ser España un país agrícola? Admitamos que cerca del Mediterráneo, cuando en algún lugar surge un trozo de tierra llana y está dotado de agua, nos encontremos, por la bondad del clima, en un espacio susceptible de ser aprovechado para cultivos de calidad; que existen zonas como la huerta murciana y lo que llamamos vegas, como la de Granada, agrícolamente explotables, pero son como pequeños oasis dentro de grandes extensiones de tierras secas. Hoy en Almería, considerada siempre como la provincia más árida de España, tenemos la zona de El Egido, de donde surgen diariamente unos 700 camiones cargados de hortalizas con destino a Europa. Allí no hay más que clima y unas enormes inversiones en invernaderos, que permiten una explotación rentable si se dispone de mano de obra barata.


Pues bien: en ese país con tan escasas condiciones para la el cultivo de la tierra, el 70 por 100 de sus habitantes vivían de la agricultura, lo que equivale a decir que vivían en la pobreza. Se dirá que no todos eran tan pobres, que había propietarios que vivían cómodamente en la capital de España, con las rentas que producían sus patrimonios rústicos. En efecto: grandes latifundios, aún siendo escasamente rentables, permitían por su extensión que los terratenientes dispusieran de medios suficientes para llevar una vida holgada. Frente a esos escasos propietarios, una gran masa de jornaleros, de braceros, llevaba una vida mísera, con escasas jornadas de trabajo al año en zonas como Andalucía donde el monocultivo del olivar, ofrecía solo trabajos estacionales. En la zona valenciana, y particularmente en Catarroja, el cultivo del arroz brindaba solo jornales de temporada para los cuales los braceros locales eran insuficientes para realizar los trabajos necesarios, por lo cual venían cuadrillas de braceros procedentes de los pueblos del interior; gentes humildes, que hablaban castellano, que hacían dos jornales en un mismo día, sin más descanso que el de dormir en la “pallisa” del labrador que les contrataba; venían en las épocas de la “plantá” y de la siega, para recoger unos jornales que les sirvieran para aliviar las penurias de la familia en los largos inviernos de sus pueblos.


En Catarroja podrían haber entonces sobre 300 braceros, tal vez más, cuyo ingreso principal era el de “llogarse” por cuenta de los propietarios agrícolas. No existían grandes propietarios; generalmente éstos eran dueños de escasas tierras que trabajaban ellos mismos con sus hijos y que únicamente daban jornal a los braceros cuando lo perentorio del cultivo no admitía aplazamientos. Algunos de estos propietarios modestos, cuando necesitaban ayuda ajena, en lugar de buscar a un bracero, trataban con otro propietario que pudiera prestarles un día de trabajo, que después era devuelto.


Consecuencia de todo esto era que en Catarroja, de todos aquellos 300 braceros, unos pocos podían tener algún pequeño trozo de tierra, por herencia de los padres, o por arrendamiento, donde podían rendir su esfuerzo en beneficio propio, pero la gran mayoría de ellos carecía de ese medio y había de vivir solo del alquiler de sus brazos. Otra circunstancia que debe ser destacada es la de que de esos 300 braceros, unos eran más buscados que otros, por lo que no todos hacían los mismos jornales al año, diferencia que consistía en que no todos a la hora de trabajar rendían lo mismo. De este sector agrícola salió, casi íntegramente, el censo de los anarquistas de Catarroja, que fue bastante nutrido. Y no surgió solamente de aquellos que nada poseían; parte de estos, aquellos que hacían menos jornales, que eran los que menos rendían, se afiliaron al anarquismo, pero otros, que disponían de alguna tierra y aun alguno con algo más de tierra propia, fueron también adictos a las ideas libertarias; concretamente, los dirigentes del grupo no eran braceros puros, sino cultivadores, en mayor o menor extensión, de tierra propia.


Hemos querido hacer una descripción de cual era la situación social, principalmente en lo que se refiere al sector agrícola, cuando en España en 1931 se proclama la segunda República. Dado que en el 70 por 100 de los trabajadores se dedicaba a la tierra y que España era un país agrícola, quisieron los primeros gobiernos de la República afrontar el problema social realizando una reforma agraria. Junto a la persecución de la Iglesia y la reforma del Ejército, ésta fue la tercera empresa importante que emprendió el señor Azaña al frente de sus gobiernos.


Quiso hacerse una reforma agraria pensando que ésta tenía que consistir en quitar la tierra a unos propietarios para dársela a los colonos, aparceros o arrendatarios siguiendo aquella máxima, creo que anarquista, de “la tierra para el que la trabaja”. No se plantearon la cuestión de repartir mejor el agua, llevándola de los sitios en que pudiera ser excedentaria a aquellos en los que carecían de ella, tampoco la construcción de pantanos, que evitara inundaciones y constituyera una reserva para las épocas de sequía; simplemente, la reforma consistía en pasar de unas manos a otras la titularidad de las tierras; como el Presidente Azaña era un hombre que procedía de familia bien situada y era, en definitiva, un intelectual burgués, quiso que el Estado adquiriese esas tierras, pagándola a sus propietarios, aunque fuera a precio ventajoso, para cederlas a los que trabajaban en ellas. Este proceso de reforma tenía que ser necesariamente lento por cuanto las posibilidades del presupuesto nacional, no permitían grandes partidas para este fin. José Antonio Primo de Rivera, falangista y revolucionario, opinó que a ese paso la reforma agraria necesitaba centenares de años para ser realizada y que, como el problema no admitía esas dilaciones, lo que había que hacer era expropiar las tierras sin indemnización. Nadie tuvo en cuenta que esa reforma agraria no resolvía, de ningún modo, el problema social de los españoles, que era eminentemente económico. Repartir la tierra era repartir pobreza. Si los jornales que percibían los braceros eran insuficientes para el sostenimiento de una familia era, por una parte porque el cultivo de la tierra no daba, en general, para más, y por otra porque había una masa excesiva de hombres ofreciéndose para trabajar a jornal y un número reducido de propietarios que precisaran de esos trabajos.


La reforma agraria que España necesitaba era la creación de unas industrias que absorbieran esa mano de obra excedentaria en la agricultura. Soy de un pueblo de la provincia de Castellón, con un término de gran extensión, con distancias entre puntos extremos, de 20 ó 25 kilómetros. Con excepción de algunos campos de huerta, cuyo riego permite un pequeño río y de algún bancalito al amparo de alguna de las varias fuentes que manan en los montes, toda la tierra es secana, con algunos pinares que estos años han sido devorados por los incendios. Desde siempre había más población residente en el término que en el casco del pueblo. Unos 2700 masoveros frente a unos 2000 en el pueblo. Eran llamados masoveros porque vivían en casas generalmente en grupos entre 5 y 20. A estas agrupaciones de casas se les llama masías y masoveros a sus habitantes. La distancia entre estas masías y el pueblo estaba, como mínimo, a una hora a pie, la mayor parte a dos horas y algunas a tres. Trabajar aquellas tierras viviendo en el pueblo era impracticable; hubieran pasado más de media jornada yendo y volviendo. La vida de estos masoveros era si no mísera, sí pobre. Los productos de aquella tierra seca eran algarrobos, que necesitaban para el alimento de los mulos, almendras, higos; alguna viña; sembraban trigo que necesitaban para el pan que consumían y que cocían en un pequeño horno en el que se turnaban los habitantes de la masía; criaban gallinas para recoger huevos, que el domingo llevaban al pueblo para venderlos, así como algún conejo pollo o gallina, e incluso algún cerdo que vendían a los carniceros. El único trabajo por el que recibían una retribución en metálico era el de segar la maleza que se criaba en la parte de monte no cultivada y que cargaban en el mulo para llevarlo a la carretera donde un camión la recogía para llevarla a los hornos de las fábricas de azulejos de Alcora. Por el trabajo de todo un día de un hombre y su caballería, venían a recibir unas cuatro pesetas. Esto dará idea de la pobreza de aquellas buenas gentes, y también de la escasa riqueza de la gente del pueblo que tenía que vivir comprando y vendiéndoles a aquellas familias con tan poco poder adquisitivo.

El ingente y antiguo problema social que representaba esta penuria de la gente labriega se resolvió en un corto espacio de tiempo por los años 1960. España inició entonces el desarrollo industrial. El turismo, impulsado por Fraga Iribarne, los planes de desarrollo puestos en marcha por López Rodó, que supo encontrar la colaboración de buenos economistas, ajenos a la política, la apertura de España al capital extranjero, el apoyo y ayuda a quienes acometían empresas industriales, en definitiva la iniciación de una política más liberal en el orden económico, dio comienzo a una etapa de desarrollo económico que, afortunadamente, aún no ha terminado. Las viejas fábricas de azulejos de Alcora fueron renovándose, modernizándose; se crearon y siguen creándose muchas fábricas nuevas En los pueblos cercanos a Alcora, como el mío, se han montado tres o cuatro fábricas nuevas. La metrópoli del azulejo, Alcora, se ha convertido, posiblemente, en el pueblo de la provincia donde más jornales se pagan todas las semanas. Si en la provincia de Castellón se fabrica el 90 por 100 del azulejo español, Alcora, probablemente, se llevará la mayor parte. ¿Por qué digo todo esto? Para acabar diciendo que de aquellos 2700 masoveros que vivían en el término municipal de mi pueblo hoy no quedan ni siquiera diez. Se trata de unos pastores, que conservan sus corderos y sus cabras, que viven solitariamente en su casa de la masía y que han elegido esa forma de seguir viviendo, por puro romanticismo. El resto de aquellos 2700 masoveros dejó la masía y se trasladaron a vivir a Alcora, a Lucena, a Figueroles o a Ribesalbes cuando las fábricas de azulejos les ofrecieron un puesto de trabajo en la industria. Hoy disfrutan de un salario suficiente, de seguro de enfermedad, de agua caliente. Sus hijos tienen coche, cuando menos una buena moto, y aquel pobre masovero una pensión para no depender de nadie cuando se hace viejo.


Esta era la reforma agraria que España necesitaba y no la que erróneamente, aunque posiblemente con la mejor voluntad, pero con la mayor ineficacia, intentó hacer la segunda República. Y se ha hecho realidad aquel viejo lema de “la tierra para el que la trabaja”. El precio del jornal agrícola está hoy a un nivel, que el agricultor que quiera llevar su tierra mediante trabajo retribuido, no obtendrá ningún beneficio. La tierra no será de quien la trabaja, pero el fruto económico de la tierra sí. Eso sí que ha sido una revolución. Ni el más furibundo anarquista podía aspirar a tanto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario