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domingo, 7 de febrero de 2010

29.- DEMOCRACIA. MARXISMO. FASCISMO.

El ser humano desea disponer de la máxima libertad posible. La civilización, el estado de derecho, dicta normas para proteger esa libertad, leyes que prohiben y castigan aquellas acciones que atenten a la libertad de los demás. Para proteger la libertad general, restringe la del individuo. Parece un contrasentido y no lo es. El lema anarquista prohibe prohibir, ley que rige la selva. El liberal niega la libertad de atacar la libertad. Esa es la diferencia de la especie humana respecto de las demás, la nuestra es una especie organizada en la que no impera la ley del más fuerte, es la norma, que nos concede derechos y nos impone obligaciones, lo que regula la relación con lo demás. ¿Quién o quienes pueden disponer de la facultad de dictar esas normas? ¿Hasta qué punto esas normas pueden limitar nuestras libertades? Estas dos son las cuestiones sobre las que se pronunciarán todas las ideologías políticas: quien debe ejercer el gobierno y cómo tiene que gobernar. Un ideario, el demoliberal nos ofrece el sistema que parece más acorde con la lógica. La voluntad del pueblo, manifestada a través de elecciones libres, determinará por mayoría quienes deben gobernar. Tendrán así los designados la facultad de dictar las normas que regulen la relación pacífica de los ciudadanos y, además, la fuerza necesaria para hacer que las cumplan aquellos que intenten librarse de ellas. Hasta aquí se regula cómo llegarán al Poder las personas o grupos dotados con facultades para dictar las normas, cuyo conjunto constituye el derecho positivo ¿Podrán dictar leyes a su libre albedrío? No, esas normas han de ser jurídicas, es decir han de estar dentro de algo que no está previamente escrito, pero que es comúnmente sentido, porque se ha ido gestando y tomando cuerpo a través de la historia: el derecho natural, que impone al derecho positivo unos límites que, desbordados, llevan a la tiranía, antinomia de todo derecho.




El liberalismo es un ideario político que postula la función del Estado, como instrumento para la regulación de la sociedad organizada. Teniendo en cuenta que toda norma, toda disposición del Poder cercena la libertad del ciudadano, es necesario que esa limitación se haga no más que en el grado mínimo necesario para alcanzar el bien general. El liberalismo desea el menor Estado posible. Considera que el libre juego de las acciones humanas es el máximo benefactor que puede tener la sociedad, por lo que la misión del Estado no es poner cortapisas al afán humano de disponer de bienes y riquezas, sino favorecer esos deseos. Quien busque atesorar riqueza la creará y, al no consumir todo lo que produzca, quedará un margen de exceso que servirá a los demás. La intervención del Estado en el proceso económico consistirá, no en repartir riquezas, sino en garantizar que el derecho a crear riqueza será respetado. Cuanto mayor sea el caudal acumulado, mayor será el beneficio social, porque aquel caudal, pronto o tarde, será repartido, o servirá para crear nueva y mayor riqueza.




Contra este ideario demoliberal, se alzó en el Siglo XIX el ideario socialista, cuyo creador fue Carlos Marx. El marxismo es el polo opuesto al liberalismo. Marx previó ante sí un futuro en el que el capital, por su cualidad de auto generarse, iría acumulándose en unas pocas manos hasta convertir el mundo entero en el patrimonio de un grupo reducido del cual todos los demás no serían más que siervos. La fórmula para evitar esta nueva esclavitud consistía en crear organizaciones obreras que se opusieran a esta acumulación de capitales, el método la lucha de clases, hasta conseguir la desaparición de los empresarios, capitalistas y burgueses, y la apropiación por el Estado de todos los medios económicos, al servicio de la comunidad. Durante siglo y medio el mundo ha vivido en lucha continua, más o menos cruenta, entre empresarios y trabajadores. La idea de Marx no se oponía totalmente a la democracia, pero ya apuntaba como sistema idóneo para el marxismo el partido único, la dictadura del proletariado. En Rusia, Lenin advirtió que a través de la democracia, con los partidos políticos como órganos intermediarios entre el Estado y la comunidad, nunca podrían implantar una economía de Estado. Salieron los rusos de la 2ª Internacional, la socialista, y crearon la 3ª que es la comunista, la de la dictadura del proletariado. Esto, el comunismo, es lo que ha regido varios Estados. El comunismo es la fórmula práctica del marxismo. La extensión del comunismo por todo el mundo y la potencia militar adquirida por Rusia como resultado de la segunda guerra mundial, hicieron temer en algún momento el triunfo del comunismo sobre el sistema liberal, sobre el capitalismo. Muchos países de Europa que, al final de la guerra, entraron en la órbita de Moscú se levantaron después contra el sistema comunista. Los mismos trabajadores de lo que se llamaba el paraíso del proletariado arriesgaban la vida, perdida muchas veces, por pasar a ser esclavos de los países liberales, capitalistas. Al final, el sentido común se impuso. Un buen día, sin nadie esperarlo, cayó el muro de Berlín que marcaba la separación entre los dos sistemas, el comunismo ruso se rindió y con él casi todos sus forzados adeptos cambiaron de vida.




En esa pugna vigente durante cuarenta años entre capitalismo y comunismo marxista, ha sido éste el vencido. Ha pasado exclusivamente a las manos de Estados Unidos la hegemonía mundial. El comunismo marxista ha dispuesto de una etapa suficientemente larga y extensa para hacernos comprender que la dictadura del proletariado es una fórmula ya caduca que, sobre restringir opresivamente las libertades del individuo, no le proporciona mayor nivel de medios para su disfrute. La diferencia de nivel de vida entre las clases será mayor en los países capitalistas que en los comunistas pero el nivel de las clases bajas del capitalismo comparado con las mismas clases en el comunismo dará un balance muy superior a favor de aquellos. Es un error generalizado hasta el punto de constituir un tópico que atenta a una realidad evidente, ese deseo de tantos políticos de escasa visión, que propugnan disminuir el número de ricos para que paralelamente diminuya el censo de pobres. La economía, como el tiempo, afecta a todos. Donde la riqueza es escasa el grupo de ricos es menor y, consecuentemente, mayor el de pobres. Los comunistas no consienten la acumulación de riqueza, lo que consiguen haciéndola escasa, al repartir entre las clases más bajas carestía y miseria.




Los frutos del comunismo han sido bien escasos para los trabajadores. La pérdida de libertades, el sometimiento a controles ejercidos sobre el individuo, el peligro de ser denunciado quien cae en el descuido de manifestar alguna disconformidad con el régimen, el riesgo de ser internado en aquel mundo del gulag del que, una vez dentro, no se sabía cuando se podría salir, todo eso hubiera sido el pago, a precio muy caro, de una mejora de la economía del trabajador, si ésta se hubiera alcanzado. Tal vez la economía del proletariado fuera peor aun antes de la dictadura comunista pero la verdad es que, durante ésta, la adquisición de los medios ordinarios de subsistencia, alimentos, vestidos y en general los objetos de consumo permanente se habían de alcanzar mediante colas interminables que había que guardar pacientemente. La adquisición de una vivienda para una sola familia era una meta difícilmente alcanzable. Había que compartir con otras familias extrañas el comedor la cocina, los servicios de aseo. Únicamente los dormitorios quedaban en exclusiva para cada familia, dormitorios compartidas entre padres e hijos. Si se comparaba esta forma de vida del trabajador en el paraíso del proletariado con la del obrero, explotado y oprimido por el capitalismo, que disponía de vivienda y automóvil propios, que podía dedicarse al turismo en vacaciones y en los puentes de fin de semana, si se ponía frente a frente los marcos de las libertades que se disfrutaban en estos dos mundo, el comunista y el capitalista, la elección no precisaba de grandes meditaciones. Por eso el comunismo tuvo que caer, porque aquellas masas humanas vieron, a través del cine y la televisión, al margen de la propaganda comunista, la atmósfera asfixiante de libertad y la dieta rígida de bienes de consumo en que vivían. Enfrente había una vida mucho más libre y más generosa en bienes de consumo.




Esta diferencia entre uno y otro sistema, ha sido ya admitida generalmente por todo el mundo, aunque hay algún recalcitrante comunista como Fidel Castro que siga cantando su estribillo de “Socialismo o muerte” y algún Llamazares que, aunque no cante esa canción, siguen considerando al dictador cubano como un genio mundial de la política. No obstante, hasta que, con la caída del muro de Berlín, se entonó el canto fúnebre del comunismo, oíamos en España, muchas veces, voces de socialistas, muy bien retribuidos, con vida confortable, hijos en la Universidad, automóvil reluciente, vivienda propia y una segunda de alquiler para vacaciones y puentes de fin de semana, cuentacorrentistas con buenos saldos bancarios, que se consideraban explotados por la empresa para la que trabajaban. He oído, más de una vez, a alguno de esos trabajadores que, si tenían los bienes que les había traído el progreso, era porque el capitalismo les obligaba, mediante la publicidad, a adquirirlos, todo para que los empresarios consiguieran buenos beneficios. Se lamentaba uno de estos disconformes, buen amigo por otra parte, que no hubiese pisos en alquiler, lo que le había obligado a comprar su vivienda. Tuve que darle la razón y decirle: Mira si serán malvados estos capitalistas que te obligan, quieras que no, a comprarles una vivienda y, con tal de que no te escapes, te dan el dinero necesario para que puedas pagarla.
A uno, en concreto, conocí, funcionario con firma de un banco en la capital. No tenía otros ingresos que los de su trabajo. Aficionado al mar, gozaba de barquito en el Club Náutico. Jornada de trabajo de ocho a tres, lunes a viernes, con media hora larga para el bocadillo, que había que comentar las noticias del fútbol, sobre todo las del Valencia, del que era socio, con asiento en la tribuna, las del Barsa, del que era fiel admirador y del enemigo el Real Madrid del capitalismo. Entraba siempre al trabajo diez minutos tarde, a las ocho y diez, que compensaba con salir diez minutos antes de las tres. Escalera mecánica para no desgastar los meniscos en las dos o tres salidas que hacía al bar de la acera de enfrente para tomar café, que era otra de sus aficiones. Calefacción en invierno, refrigeración en verano, para evitar sudoraciones y escalofríos. Confesó un día su deseo oculto, aunque reprimido, de prender fuego al banco en el que se sentía explotado, exprimido como un limón. Sentí el arranque de regalarle mi encendedor, que no fallaba nunca, por si el suyo era menos seguro. Me contuve. Pensé que aquellas palabras pudieran ser el arrebato pasajero de un revolucionario de café, copa y puro y que mi encendedor lo empleara solo para encender sus cigarros (brevas de Quintero los días laborables, Montecristos domingos y fiestas de guardar que las comidas había que terminarlas con humo habano). Acerté frenando mi primer impulso instantáneo. Desde entonces cada vez que paso por la calle de las Barcas, miro hacia allí con el temor de ver los restos de aquel edificio incendiado, escalera mecánica hecha ceniza. No, no. Allí está aún el banco con su mole incólume, enhiesta y firme, como el ciprés de Silos.




El fracaso del sistema comunista, ha servido a los partidarios del sistema capitalista para propagar la ideas de que los postulados de Marx han quedado totalmente desacreditados, que todas sus ideas no han servido más que para entorpecer un progreso económico que, sin el marxismo, hubiera tenido una evolución menos cruenta y más rápida. Es ese, a nuestro modo de ver, otro inmenso error. La acumulación de capital no nos ha llevado al punto, anunciado por Marx, de ver al proletariado convertido en una masa esclava del capital. ¿Hubiera ocurrido eso mismo si Marx no hubiera hecho su profecía? Hemos de tener en cuenta lo que ha representado para el progreso de la humanidad el acicate que fue para los empresarios la creación de los sindicatos obreros con sus exigencias, desmedidas muchas veces, de protección para la masa obrera. Habrá que pensar que sin la fuerza de los sindicatos creados al amparo de las ideas de Marx, los abusos habrían sido cometidos exclusivamente por los empresarios. Pensemos en las grandes acumulaciones de tierras existentes antes del nacimiento de la economía industrial. La riqueza era únicamente agrícola. Grandes extensiones de tierra constituían el patrimonio de aquellos señores feudales. Las aguas de los ríos iban a dar en la mar mientras las tierras morían de sed y el pueblo de hambre. Solo el propietario, que pagaba a precio de miseria, los escasos jornales que pudiera necesitar, vivía en la abundancia, simplemente con los pastos que de forma natural le ofrecían sus tierras. Si unas organizaciones sindicales, con fuerza suficiente para exigir, hubieran impuesto su ley, aquellos propietarios hubieran tenido que cultivar los campos, dar trabajo al pueblo, ocioso y famélico que hubiera podido saciar su hambre letal. Esto es lo que hicieron en la economía industrial los sindicatos marxistas: obligar a los empresarios, mediante sus exigencias, a que sacasen de las primeras materias y de sus inversiones parte al menos de su riqueza potencial.




Que los sindicalistas han abusado de la fuerza de sus organizaciones, es innegable. Hay que bucear en nuestra historia desde el último tercio del Siglo XIX hasta 1936 para darnos cuenta de la inmensa cantidad de asesinatos cometidos en un principio por los anarquistas, acompañados por los sindicalistas de la CNT y últimamente por los de UGT, una lucha contra el Estado y los patronos, en la que tantos de esos sindicalistas cayeron también a manos de la fuerza pública o de sindicatos amarillos financiados por la clase patronal. Actualmente y por fortuna los sindicatos mayoritarios, UGT y CCOO, mantienen una conducta en la que renuncian a crímenes, bombas, incendios de iglesias y conventos, para dedicarse a la defensa de los derechos del trabajador, aunque ¿a qué tanta pedrada a la fuerza pública, tanta quema de neumáticos en las autopistas, tanto “piquete informativo” en las huelgas generales?




La asociación de los trabajadores en sindicatos, inspirados en las doctrinas de Marx, ha sido un factor determinante del bienestar general, no solamente de esos trabajadores. Sus exigencias obligaron al empresariado a ingeniar la forma de dar satisfacción a aquellas peticiones, a tomar medidas de cambio en su empresa, a fabricar más, mejor y más barato para poder competir, en suma a crear más riqueza que es lo único que hace posible que el rico pueda ser cada vez más rico haciendo que el pobre sea, al mismo tiempo, menos pobre. Los ricos que había en Catarroja antes de 1936 eran muy escasos, unas pocas familias. Hoy son incontables. ¿Han aumentado por ello los pobres? Todo lo contrario. Entonces más de 300 braceros agrícolas tenían que acudir diariamente a la esquina de Casa Casañ para ver si les tocaba la suerte de un jornal para el día siguiente. Lo difícil hoy es encontrar un hombre que te ayude a transportar los muebles si tienes que cambiar de casa.




Todo esto es tan real que hace innecesaria toda insistencia. También, a mi parecer resulta evidente que si el progreso económico del mundo capitalista se debe en parte importantísima a los sindicatos marxistas, la doctrina económica de Marx, aplicada por un Gobierno sobre su país ha dado, en todos los casos, bastante mal resultado. El Estado es un mal gestor de la economía. El tremendo error de muchos, sobre todo de la izquierda, consiste en creer que en la economía el beneficio se obtiene a costa de los demás. Consideran que la economía es como el chamelo, juego en el que lo que unos ganan es lo que pierden otros. En la economía unos ganan y otros pierden sin que pérdidas y ganancias tengan una causa común. Se suceden ciclos favorables y desfavorables de la economía, general o por factores. En todos hay notas discordantes. En los buenos hay empresas que quiebran, mientras en los malos otras que prosperan. El motor de la economía, el origen del aumento de la riqueza, es el deseo de obtener un beneficio. Solo quienes ganan crean riqueza, que solo destruyen los que pierden. El empresario emplea unos bienes económicos, materias primas, trabajo, técnica, capital, que tienen un valor económico. Con todo ello fabrica un producto que pone en el mercado. Si éste, el libre mercado, está dispuesto a pagar por aquello un precio superior al de coste, la diferencia es el beneficio. Si lo que por separado valía diez, se ha convertido en algo por lo que se paga doce, el beneficio es de un 20 por 100; en eso ha crecido la riqueza, que habrá disminuido si, contrariamente, se vende por ocho.




Cuando el Estado se convierte en empresario único, los administradores no se lucran con el beneficio ni sufren las pérdidas, que pasan a ser adjudicadas a la comunidad, en la que cada uno tiene una participación prácticamente nula. Que la empresa en que trabajan gane o pierda les interesa bien poco, porque en nada les afecta. En una economía de Estado cada uno de los trabajadores rendirá lo menos que pueda, porque, si ha de recibir la misma retribución, esa será la forma de vender más caro su trabajo.




El tema da para más, aunque no es muy complejo. Lo expuesto nos lleva a la conclusión de que un país será tanto más rico cuanto mayor sea el trabajo y los beneficios de quienes lo componen, que la riqueza no aumenta porque se la expropien al rico y la distribuyan entre los pobres. Disminuirá porque ¿quién la creará para que se la quiten? Los sindicatos creados a instancias del marxismo, con sus exigencias a los empresarios de mejor retribución, han sido un gran factor para el crecimiento de la riqueza. La aplicación de la doctrina marxista a la economía, la llamada economía de Estado, ha constituido un enorme fracaso. La economía ha de ser libre, aunque el Estado deba intervenir para evitar los abusos que puedan cometer los empresarios, pero no solo ellos sino también los trabajadores. Que la economía de Estado ha sido un fracaso total, lo demuestra el hecho de que, a la liquidación total del comunismo en Europa, la nación más pobre y atrasada resultó ser Albania que era, al propio tiempo, el país que más tiempo estuvo gobernado por el comunismo.




El último tema de la trilogía es el fascismo. Sobre él se ha vertido toda la inmundicia imaginable. Hace casi 60 años que fue derrotado en una guerra mundial. No hay ningún periódico que cada día no lleve escrita varias veces la palabra fascista, nazi, Hitler, Franco o Mussolini. Hora es ya de que empiece a tratarse el fenómeno con un poco más de serenidad. El fascismo fue inventado en Italia, posiblemente el pueblo más inteligente de Europa, fruto del ingenio de un socialista, Benito Mussolini. Hemos visto que, frente al dilema de democracia con partidos políticos y economía de mercado, el comunismo impuso partido único y economía de Estado. Mussolini adoptó una posición ecléctica: partido único – economía de mercado. Si la implantación del sistema comunista se hubiera limitado a la Federación rusa, si no hubiera trascendido a los demás países, el asunto no hubiera pasado de ser cuestión interna de un país. Lo malo era que Carlos Marx había creado la frase, tan repetida después, de “Proletarios de todos los países, unios”. Lenin, se había separado de la 2ª internacional, la socialista, para crear la 3ª, la marxista leninista y había convertido su Partido Comunista en un partido internacional. En cada Estado de Europa había una filial del P.C. obediente a la central, en Moscú. Esas filiales del PC no rendían tributo al país de su enclave. Habían convertido a sus miembros en apátridas, se habían insertado en una clase, la del proletariado, dependían y obedecían de las consignas y las órdenes que recibían de Moscú. Consigna de Lenin era “contra los cuerpos la violencia, contra las almas la mentira”. La subversión de cada PC dentro de su país no tenía límites. No ya el capitalismo sino también la misma burguesía habían de ser destruidos y todos los medios que condujeran a ese fin, por ilegales que fueran, eran lícitos. En la Gran Bretaña, país eminentemente tradicionalista, el invento ruso no había seducido a la gente. En Italia, con gente de imaginación más ágil, menos aferrados a principios permanentes, el comunismo, aunque inicialmente minoritario, se estaba adueñando del orden en la calle, vulnerándolo para provocar disturbios y confusión en la gente cuando les convenía a su táctica. Frente a esa subversión programada, organizada y financiada desde el exterior la aplicación de las leyes, las instituciones estatales, los tribunales de justicia, carecían de eficacia, Fue Mussolini quien vio, o al menos creyó ver, la solución al problema; había que hacer frente al comunismo para ganar la batalla en la calle no con los medios de la legalidad clásica. Tenían que luchar con las mismas armas con que eran atacados: un partido único que se hiciera cargo del poder y que empleara a sus afiliados y a la fuerza pública en la lucha contra el comunismo, sin miramientos hacia quienes no los tenían para atacar al Estado. Al propio tiempo, aunque la economía fuera de libre mercado, el Estado debería intervenir en los conflictos laborales para proteger al trabajador frente a los abusos del empresario y al propio tiempo incentivar la economía logrando para los asalariados un más alto nivel de vida, lo que restaría atractivo al eslogan comunista de la unión internacional del proletariado. Este es a grandes rasgos el fundamento del fascismo: partido único para poder luchar contra el partido comunista y economía de mercado, aunque con intervenciones puntuales del Estado. Este es el patrón que sirvió a los alemanes para crear el Partido Nacionalsocialista, a los portugueses el régimen de Salazar, a Franco para acogerse a la Falange. El objetivo hacer frente al comunismo y realizar una política social dentro de la economía de mercado. Lo que ocurriera en cada uno de estos países durante la regencia del sistema, es ajeno al sistema en sí, como lo es el archipiélago Gulag dentro del comunismo ruso. Es injusto que se atribuya al ideario comunista la inmensidad de crímenes que se cometieron bajo el gobierno de Stalin. Lo es también que se impute al fascismo alemán el holocausto del pueblo judío. No hay palabras suficientes en el diccionario para calificar esas monstruosidades del gulag y el holocausto, pero tales genocidios no son imputables al ideario político de los dirigentes bajo cuyo poder se realizaron esas mega tragedias, que obedecerán a circunstancias de tipo personal, social o histórico, que nunca justificarán la catástrofe, pero que no pueden ser atribuidas a idearios políticos que no propugnaban aquellas barbaries. Si queremos enjuiciar la cuestión en sus justos términos habremos de reconocer que el sistema democrático, tan pacífico en su esencia, tan enemigo hoy de la muerte por razones políticas, tuvo su nacimiento en la Revolución francesa, en cuya generación y para su consolidación, se cometieron en proporción al censo de población, tantos o más crímenes que en el gulag y el holocausto. Recordemos a los jacobinos, Robespierre, la guillotina. No es fácil que para la instauración de un sistema político se hayan cometido nunca tantos crímenes como en la Revolución francesa, origen de las pacíficas y civilizadas democracias actuales. Bajo esa imagen histórica de una República representada con una joven bella, tocada con el gorro frigio, largo vestido y escote, tetas al viento, y el lema de “Libertad, Igualdad y Fraternidad”, se cometió un genocidio comparable y posiblemente superior, a cualquier otro.




En orden a la economía, ya hemos dicho que el fascismo mantenía en lo esencial la economía de mercado, aunque con intervenciones puntuales para fomentar la riqueza nacional y evitar los conflictos sociales. El resultado que ofreció el sistema en la Alemania nazi, no pudo ser más favorable. Cuando Hitler llegó al poder, principios de 1933, la economía mundial estaba en plena crisis del crack de 1929. Alemania había perdido la guerra de 1914 al 18 y sufrido la condena inclemente de los vencedores. En los años 20 la inflación llegó al punto de declarar la invalidez de todos los billetes circulantes. El Estado carecía de oro, de divisas y de crédito internacional. Hitler dice que el respaldo de la moneda de un país no está en el oro ni en las divisas, está en el trabajo. Prohibe las huelgas, ordena la construcción de autopistas. En medio de la crisis generalizada, arranca la economía alemana. Seis años después, en 1939, se inicia una guerra mundial, que dura otros seis años, hasta 1945. Prácticamente, Alemania contra todo el mundo. Potencias militares aparte ¿cómo pudo la economía Alemania resistir durante seis años a la economía conjunta de Rusia, Inglaterra y Estados Unidos?




La pregunta merece, creo, alguna atención. China es hoy un país con el máximo crecimiento mundial. Del 8 al 10 por 100 anual. Con los índices actuales de crecimiento, China puede ser, dentro de 50 o 60 años, la mayor potencia económica del mundo. La hegemonía política que hoy ostentan los Estados Unidos de América, puede pasar a manos del gigante asiático. Mao implantó el comunismo en China. Todos comían el mismo cuenco de arroz blanco, aunque con diferentes palillos, supongo, todos vestían igual, incluido el propio Mao que, con su comunismo, progresó muy poco, si es que progresó algo. Le sucedió al morir un hombre viejo, bajito, que debemos pensar que se ruborizaba en las exhibiciones, por lo poco que se le veía en la prensa. Este vejete, que creo que llegó a nonagenario en el poder, se dedicó a liberalizar la economía china, a pasar de la economía de estado a la de mercado. Quienes le han sucedido no han variado la trayectoria. La economía china si no es hoy totalmente libre, lo es ya en buen grado. El Estado chino tiene hoy muy poco de comunista y mucho de fascista. Partido único y economía de mercado, esa es la síntesis del fascismo ¿No es hora ya que el mundo se dé cuenta de lo que está pasando en el mundo?

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