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domingo, 7 de febrero de 2010

24.- UN JURAMENTO

Al tomar posesión como Alcalde, presté un juramento, al igual que lo hacían siempre todos los concejales. Aunque voy a hacer la cita de memoria, me atrevo a asegurar que no fallaré ni siquiera en una letra. Esto prueba mi promesa interna de tenerlo siempre presente para cumplirlo en el mayor grado posible. Decía: JURO SERVIR FIELMENTE A ESPAÑA, GUARDAR LEALTAD AL JEFE DEL ESTADO, OBEDECER Y HACER QUE SE CUMPLAN LAS LEYES, MANTENER Y FOMENTAR LOS INTERESES DEL MUNICIPIO, MANTENER SU COMPETENCIA Y AJUSTAR MI CONDUCTA A LA DIGNIDAD DEL CARGO.


Voy a tratar de explicar cómo, al menos, intenté cumplir cada uno de estos extremos.



JURO SERVIR FIELMENTE A ESPAÑA. Me pareció innecesario este extremo: ¿Cómo podía un Alcalde español ser infiel a España? Sin embargo, hoy el tema es de la máxima actualidad. ¡Cuantos Alcaldes tenemos hoy que colaboran a la división de España! No hace falta insistir en el tema. Los deseos de independencia de algunos territorios, con la secuela del terrorismo para conseguirlo es el mayor problema que hoy tenemos por resolver.



GUARDAR LEALTAD AL JEFE DEL ESTADO. Fui siempre leal a Franco, aunque mi espíritu crítico no me impidió, dentro de esa lealtad, estimar errores o fallos en los que nunca estuve conforme. Cuando al final de la guerra el Consejo o Junta de Defensa de Madrid, hace frente al Partido Comunista, que deseaba continuar una guerra ya perdida, intenta pactar con el Gobierno de Franco la firma de la paz, Franco exige la rendición incondicional, sin más promesa por su parte que la de no ser castigados los enemigos que no tengan las manos manchadas de sangre. Franco no cumplió esta promesa; todos quienes en el ejército contrario habían alcanzado grado de teniente o superior, fueron pasados por Consejo de Guerra y, aunque fueran absueltos, tuvieron que pasar uno o dos años en la cárcel o en campos de concentración. La ley de Responsabilidades Políticas de febrero de 1939 expedientaba a todos quienes hubiesen sufrido condena por los Consejos de Guerra y, además, a los simples afiliados a partidos del Frente Popular. Las penas que imponía eran simplemente pecuniarias; estaban exentos de ellas los económicamente débiles. Se pretendía que los enemigos pudientes sufragasen parte al menos de los daños de la guerra. Fueron muy pocos los afectados por esta ley injusta, que muy pronto dejó de ser efectiva, pero lo cierto es aquella ley castigaba el simple hecho de haber estado afiliado a partidos de izquierda, lo que incumplía la promesa de castigar solo los delitos de sangre. Lo curioso es que la ley, prácticamente, no fue cumplida. La represión realizada al final de la guerra pudo tener su explicación; había muchas muertes de personas inocentes en la retaguardia del Gobierno; las había también en la retaguardia de la zona franquista, pero siempre es así ¡Ay del vencido! dice una frase histórica. Los que habían perdido la guerra tuvieron que sufrir un castigo como responsables de las muertes de seres inocentes; quienes hicieron lo mismo en la zona de los vencedores se libraron del castigo. Gane quien gane, siempre ocurre lo mismo.


En la Junta de Defensa que se rindió a los nacionales, figuraba don Julián Besteiro. Había sido éste, en la Monarquía, Presidente del PSOE y de la UGT. Figura, por lo tanto muy destacada entre los socialistas. En las elecciones celebradas durante la República, siempre había resultado diputado por Madrid, y siempre con el mayor número de votos en un tiempo en que las listas eran abiertas. Cuando en Noviembre de 1936, las fuerzas de Franco llegan a la Ciudad Universitarias, cuando el Gobierno de la República huye hacia Valencia, don Julián Besteiro se queda en Madrid; quiere estar con sus electores, pasar por donde ellos pasen. No forma parte del Gobierno republicano ni acepta ningún cargo político. Su decisión es estar con los madrileños que le votaron, uno más entre ellos. Al final de la guerra, cuando ya todo está perdido, reaparece en la Junta o Consejo de Defensa para evitar a la población la continuación de un sufrimiento inútil.
Estimo que Franco tuvo una magnífica ocasión de ganarse a muchos adversarios y ser al mismo tiempo justo. La conducta de don Julián Besteiro era impecable desde cualquier punto de vista. Franco debió ordenar que la primera Medalla de Madrid que diera el Ayuntamiento nacional, fuese para Besteiro. Lo que se hizo, no por decisión personal de Franco, sino por aplicación fría de la norma general, fue procesar a don Julián y meterle en la cárcel. Era de esperar que los Tribunales lo absolvieran pero, hombre de poca salud, falleció en la cárcel a los seis o siete meses. No comprendo cómo el PSOE actual, que en un tiempo quiso celebrar la vergonzante revolución de Asturias del año 34, que ha querido ensalzar la conducta de Luis Compàny, uno de los mayores responsables de la guerra civil, no ha rendido el homenaje que merece el hombre y político ejemplar que fue el socialista don Julián Besteiro.


La historia dirá en su día lo que fue Francisco Franco, que tantos admiradores y tantos detractores tuvo y tiene. Lo que para mí resulta claro es que Franco, que tuvo el poder en su mano durante 40 años, buscó la salida de su régimen hacia la democracia actual. Cierto es que repitió varias veces aquello de que para el porvenir todo quedaba atado y bien atado. Dijo esto hasta que en Portugal sobrevino la revolución de los claveles. A partir de ahí el franquismo ya no tenía ninguna carta que jugar. Si por los 700 kilómetros de frontera con Francia, con una cordillera difícilmente franqueable, nos había entrado lo que entró al final de la guerra mundial ¿que no podría entrar por los 1000 kilómetros de frontera con Portugal, sin barreras naturales?
Son varios los testimonios que avalan esta opinión mía de que Franco aceptó y ayudó al nacimiento del régimen actual. Cuando el hoy Rey, entonces Príncipe, le pidió que le permitiese asistir a los Consejos de Ministros, como oyente, para aprender de Franco sobre la forma de presidir, le contestó el general: No le serviría de nada, Alteza, usted tendrá que presidir de otra manera. Torcuato Fernández Miranda, vigente ya la democracia, contó que siendo Ministro Secretario del Movimiento y Vicepresidente del Gobierno con Carrero Blanco, le preguntó un día a Franco: Excelencia, cuando usted fallezca ¿cómo continuamos el franquismo? Respuesta: Desengáñese, Torcuato; muerto yo se habrá terminado el franquismo. Vernon Walters, un general americano, que estuvo toda su carrera al frente de los servicios de espionaje, del FBI, de la CIA y en la carrera diplomática, vino a España, enviado por su Presidente Nixón, para que, solapadamente, averiguara cuales eran los proyectos de Franco sobre la sucesión post mortem. Inició el americano su entrevista con Franco hablándole de Oriente Medio. No quiso Franco perder el tiempo, algo sabría sobre el motivo real de aquella visita y sorprendió al americano yendo al grano para decirle: Bien, lo que le interesa a su Presidente es lo que ocurrirá en España cuando yo muera. Dígale que no se preocupe, no ocurrirá nada, porque yo dejo dos cosas que se mantendrán; una es el Rey, que permanecerá, contrariamente a lo que creen muchos, porque es la única solución que tenemos, y otra una burguesía que nunca habíamos tenido y cuya falta ha sido causa de tantos males; ustedes nos traerán los partidos políticos, el desorden, las drogas, pero con todo podrá la burguesía que yo dejo. Todo esto lo refirió el general americano en una entrevista con Luis del Olmo, que gravé de la radio, y que conservo por si alguien quiere oírla. El último testimonio, para mí definitivo, de que Franco no quiso poner obstáculos a una democracia con partidos políticos, la tenemos en su testamento. Que Franco no era partidario de ese sistema de gobierno, lo demostró sobradamente a través de su larga etapa como gobernante. Es conocida de todos aquello que, en plena etapa de lo que él llamaba “el mando” aconsejó al periodista Emilio Romero: Haga usted como yo, no se meta en política. No fue nunca hombre de idearios, sino de principios. Pocos, pero muy firmes: Orden, disciplina, jerarquía, moral cristiana, dedicar la vida al servicio de la patria, oposición a todo lo que estuviera en contra de esos principios, el comunismo, el separatismo, los partidos políticos. En su testamento pide a cuantos le apoyaron y siguieron que sigan y apoyen al futuro Rey, no al régimen, ni a Falange ni al Movimiento, palabras que ni siquiera escribe: al Rey. Solo dos prevenciones; guardaos del comunismo y del separatismo. Nada en contra de los partidos políticos. Más de uno pensarán que la prevención del comunismo era innecesaria. Tengamos en cuenta que lo dice en 1975 y que el muro de Berlín se derriba en 1990, quince años después. El peligro del separatismo es cada vez mayor. En resumen, Franco dijo: al Príncipe que no tenía que gobernar como él; a Fernández Miranda que el franquismo acabaría con su creador; a Vernon Walters que traerían a España lo partidos políticos y a los españoles que siguieran al Rey y lo apoyaran en lo que hiciera. Después de esto ¿hay alguna duda razonable de que Franco abría las puertas para la entrada de una democracia con partidos políticos?


Acabaré el tema diciendo que, como juré, fui leal a Franco, como soy leal ahora a la democracia a la que le abrió las puertas, sin que hoy, igual que entonces, todo lo que ocurre sea de mi agrado.



OBEDECER Y HACER QUE SE CUMPLAN LAS LEYES.- Las leyes, según Santo Tomás, buscan el bien común. Pero dictadas con carácter genérico nos encontramos con que, aplicadas al caso concreto, resultan, a veces, injustas o inconvenientes. Nos hallamos entonces en la duda de aplicarlas o no cuando lo justo o conveniente es incumplirlas. En un Ayuntamiento no hemos de dirimir discordias entre ciudadanos, dando la razón a uno y negándola a otro, que esto es cosa de los Tribunales. Sí que tenemos que cumplir leyes que nos imponen normas de procedimiento como garantía de que nuestras decisiones no irán en perjuicio de los administrados.

El presupuesto ordinario de un Ayuntamiento, debe atender a los gastos de sostenimiento de los servicios. Toda obra de nueva instalación debe ser realizada mediante la aprobación de un presupuesto extraordinario, sobre todo si se cobran contribuciones especiales a beneficiarios determinados. De forma que, al pavimentar una calle, podemos imponer una contribución especial a sus vecinos, para lo que hay que hacer un presupuesto extraordinario y crear una asociación de los especialmente beneficiados con su Junta de contribuyentes, etc. Intentamos cumplir este precepto y nos hallamos con que era más difícil todo este expedienteo que pavimentar la calle. Decidimos prescindir del presupuesto extraordinario, realizar la obra en el ordinario, dar cuenta de los gastos con todo detalle a los vecinos con la expresión de las cuotas que correspondían a cada uno, según los metros de fachada y cobrar esas cuotas. Así se pavimentó todo el pueblo, con plena aceptación del vecindario, del que recibimos una sola reclamación: a un vecino de la calle Nueva le habían puesto, por error, diez centímetros más de la fachada de la que realmente tenía su casa. Como la cuota a pagar era de 250 pesetas por metro, resultaba que tenía 25 de exceso. Rehusó formalizar la reclamación.


Se podrá decir que pavimentamos todo el pueblo saltándonos la ley a la torera, y será verdad. También lo es que fuimos eficaces, que ganamos mucho tiempo y evitamos muchos gastos.



DEFENDER Y FOMENTAR LOS INTERESES DEL MUNICIPIO.- Ya hemos dicho, en extenso, cómo nos encontramos con una hacienda municipal en pleno estado de abandono y lo que hicimos para encaminarla a la normalidad. También hemos expresado anteriormente que las obras en Catarroja se hicieron siempre a precios notoriamente inferiores a lo de todos los pueblos. Os citaré un caso que demuestra los malos usos anteriores a nosotros. Hubo que reparar un bache en el viejo adoquinado de la calle de Chapa. Andaba Cabanes, el albañil del Ayuntamiento, sobrado de trabajo y se envió a otro albañil para aquella reparación. Presentó una factura de jornales que me pareció tremendamente desorbitada. Cuando fui a ver lo que habían hecho todavía me pareció aún más exagerada. Tres o cuatro jornadas de oficial y peón para reparar un metro cuadrado. Llamé al albañil y le hice mis objeciones. No intentó justificar su cuenta. Me contestó: Usted no tiene derecho a discutir esa factura. ¿Por qué? Le pregunté. Porque no me paga usted con su dinero. La respuesta me dejó admirado. Le dije: Pues mire, eso es lo que no me da el derecho sino que me impone la obligación de discutirla, porque con mi dinero puedo hacer lo que quiera pero con el que no es mío no puedo permitirme generosidades. Pues págueme usted si quiere o no me pague, pero yo no le rebajo ni un céntimo. Como al fin y al cabo el importe total, aun con el abuso, no era elevado, le dije: Voy a decir que le paguen, pero tenga usted en cuenta lo siguiente; para trabajar usted para el Ayuntamiento tengo que pedírselo yo personalmente; a cualquier otro que se lo pida dígale usted que hable conmigo. Por supuesto que aquel señor no volvió a presentar facturas mientras yo fui Alcalde.



MANTENER SU COMPETENCIA. En la marcha normal de un Ayuntamiento no surgen lo que pudiéramos llamar conflictos jurisdiccionales. Sin embargo, en el tiempo que estamos glosando, años 1955 al 70, había dos instituciones con las que muchos Alcaldes tenían atenciones excesivas: la Iglesia y la Guardia civil. La razón de esto era que los Gobernadores civiles, en el trance de cambiar de Alcalde se acogían no a los afiliados al Movimiento de la localidad que estaban separados de la actividad política o vivían en lucha interna de grupitos. Se informaban de los Párrocos estimándoles alejados de las pasiones políticas o, preferentemente, de la Guardia civil, que disponía de buenos ficheros sobre los vecinos. Yo mismo, como he dicho, fui metido en una terna formada por la Guardia civil, sin tener la menor noticia previa. Los Alcaldes que se marcaban como máximo objetivo permanecer el mayor tiempo posible en el cargo, cuidaban con esmerado mimo al Párroco y al Comandante del Puesto. No iban mis pasos por ese camino. Nada se decía en el juramento de estas subordinaciones.


Un día se presentó en el despacho el Vicario de San Miguel. Con mucha soltura me dijo que iba a pedirme una cosa y que ya se había informado en Intervención de que había dinero para pagarla. Intentaba ponerme entre la espada y la pared; no podría negársela. Le respondí que la gestión que había hecho en Intervención para nada servía; todo dependería de lo que él pretendiera. Quería que regalásemos un rosario a cada uno de los niños de las escuelas públicas, con el fin de fomentar el rezo del rosario. ¿Van a pasar ustedes, los sacerdotes, el rosario con los niños? Eso es cosa nuestra, me replicó. Pues si es cosa de ustedes, paguen ustedes los rosarios. Si los ha de pagar el Ayuntamiento, quiero saber lo que se hace con esos rosarios; desde luego no pagaremos rosarios para que los niños los desgranen y jueguen con ellos a las canicas. El sacerdote puso un gesto serio, apoyó su espalda sobre el sillón y me soltó esta frase: Usted se cree muy valiente pero no sabe que los Alcaldes no pueden poner curas pero los curas sí que ponen Alcaldes. Le repliqué: No creo que sea como usted dice porque a mí no me ha puesto un cura, y no estaría ni un día más de Alcalde si para ello necesitase el visto bueno de los curas. Yo, que nada tengo contra la Iglesia, no he venido aquí para estar el mayor tiempo posible sino para estar con la mayor dignidad posible, y no sería digno estar aquí pendiente de lo que le parezca a usted. Mire: su campo y el mío están perfectamente delimitados, no hay entre ellos ninguna concomitancia; a mí no me dejan decir misa, a usted no le dejan administrar el presupuesto municipal.


Lo ocurrido con la Guardia civil fue más complejo. Se había destinado como Comandante del Puesto a un nuevo sargento, que no se presentó a saludarme. Esta incorrección a mí me tenía sin cuidado. Era un gesto de mala educación no darse a conocer a quien es la primera autoridad de un pueblo. Pero esto era lo de menos; lo demás es que el nuevo sargento se dio a conocer pronto en el pueblo por el mal trato que daba a cuantos pasaban por el cuartel y no solamente allí; también en la calle. Un día en la acera de la fachada de la Sociedad ABC, un pobre hombre que había bebido más de lo aconsejable cayó de bruces sobre la acera por la que pasaba el sargento; cuando aquel intentó levantarse apoyándose en los dos brazos, el sargento les dio una patada, lo que hizo que aquel pobre diablo cayera de nuevo y que sangrara por la nariz. El sargento siguió indiferente su camino. La indignación de quienes lo presenciaron es fácil suponerla.


No fue ésta la única de sus hazañas. Otro día vino a la Alcaldía un vecino a decirme que había salido del hospital donde estuvo un par de semanas por una patada en los testículos que le había dado el sargento. ¿Dijo usted al médico lo ocurrido? Sí. ¿Dio cuenta el médico al Juzgado? No sé. ¿Le recibieron a usted alguna declaración? No. Estaba claro: en el hospital no habían dado el parte correspondiente al Juzgado de Guardia. Le dije: Voy a dar cuenta de todo esto al señor Gobernador. No, por Dios, no lo haga usted, que entonces el sargento me tomará represalias.


Aquello me indignaba: un vecino maltratado salvajemente por un sargento de la guardia civil todavía temía más ataques si el hecho se denunciaba. Llamé al capitán jefe de la Compañía. Le referí lo sucedido y me dijo: A usted es que no le gusta el sargento. Le tuve que decir: A mí lo que no me gusta es lo que hace. Sabrá usted que hace años unos anarquistas mataron a todos los guardias civiles de Castilblanco. No fomenten ustedes futuros Castilblancos, que es lo que está haciendo el sargento. Le he llamado a usted, Capitán, porque le considero acreedor a esta atención, pero como parece no corresponder a mi gesto, voy a dar cuenta al Gobernador civil de lo que está haciendo aquí el sargento. No, por favor, Alcalde, no lo haga, yo hablaré con él. Se lo tengo dicho muchas veces: que nos vas a meter en un compromiso.


A partir de ese momento, el sargento moderó su actitud, aunque genio y figura...
Hechos estos relatos, tal vez pueda parecer que mis sentimientos hacia la Iglesia y la Guardia civil, no son de admiración. Todo lo contrario. Recuerdo la enorme emoción que sentí el 3 de junio de 1938 cuando, evadido de la zona republicana, llegué a Mosqueruela (Teruel) y vi en la plaza, poblada de militares, pues estaba allí el Cuartel general de García Valiño, a dos señores que estaban plácidamente hablando: uno vestía con sotana; el otro se tocaba con un tricornio. ¡Gracias, Dios mío, por haberme llevado hasta aquí!


Hoy las cosas no son así. En el nombramiento de los Alcaldes no interviene la Iglesia ni la Guardia civil. En mi tiempo las dos instituciones se salían, a veces, de su marco propio, abusaban de un poder que legalmente no tenían conferido. La causa de que así fuera no la atribuyo a los sacerdotes ni a los Comandantes de Puesto, sino a los Alcaldes que por mantener un cargo que muchos ostentaban solo para satisfacer su vanidad, levantaban los hombros y miraban a otra parte.



AJUSTAR MI CONDUCTA A LA DIGNIDAD DEL CARGO.- Corto es el comentario que voy a hacer sobre este punto. Hay quienes piensan que vestir el cargo les obliga a cubrirlo de pompas y aparato. A mí siempre me molestó estar en el escaparate. Nunca admití que me acompañase ningún guardia. Creí y sigo creyendo que el cargo se debe ejercer con modestia, con prudencia, sin ostentación y con energía, cuando haga falta; que actuar con energía en el fondo y con suavidad en la forma no es incompatible. En cuanto a la vida privada, no tiene por qué ser un Alcalde lo que en cristiano se llama modelo de virtudes. Basta con que respete a los demás, que suele ser suficiente y necesario para que le respeten a uno mismo. A mí, la verdad, antes, mientras y después de ser Alcalde, siempre me respetaron.

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