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domingo, 7 de febrero de 2010

35.- NÚMERO UNO

El más importante de la serie infinita es el número uno. Cualquiera otro es un conjunto de unidades. El uno es elemental, único, de ahí su importancia. Un proverbio chino dice que para iniciar una marcha de mil kilómetros hay que empezar dando el paso primero. Primero, ordinal de uno. Por eso, el afán de todos por ser primeros. Ambos vocablos, uno y primero son raíces de otros muy importantes; de uno, unir, unánime, unión, unidad, aunar, unificar, etc. De primero, príncipe, principal, primordial, primitivo, primario y otros muchos.


Toda civilización consiste en que el ser humano no se sienta aislado, solo y en lucha por su propia supervivencia frente a los demás, sino agrupado en comunidad (unidad común) con sus congéneres. Los “eslóganes” políticos rebosan de llamamientos a la unión: El pueblo unido, jamás será vencido, La unión hace la fuerza, Proletarios de todos los países, uníos. Como partidos políticos recordemos: Unión Patriótica, Unión Monárquica, Unión Republicana, Convergencia y Unió, Izquierda Unida. Como países, Unión de Estados Americanos o Estados Unidos, Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. España pertenece hoy a la Unión Europea y el Estado de las Autonomías se organiza en Comunidades territoriales. El lema de los tres mosqueteros era “ Uno para todos, todos para uno” y en ese gran monumento teatral que es Fuenteovejuna, la obra máxima de nuestro Príncipe de los Ingenios, Lope de Vega, cuando se da muerte al Comendador sátrapa, no puede el Juez averiguar cual es la mano ejecutora porque cuando interroga, ¿Quién mató al Comendador? todo vecino, aún sometido a tortura, responde, unánime: “Fuenteovejuna, señor”. Fuenteovejuna toda, responden todos a una.


Pero la palabra uno, raíz de tantas otras lo es también de una que no hemos citado, unicidad, que es no solo distinta a unidad, sino opuesta. Ser único es ser incomparable, incompatible con toda similitud. Lo único está aislado, solo, sin posible asociación. Si la unión es el medio que conduce a la civilización y el progreso, la unicidad nos lleva a la disgregación y a la anarquía. ¿A la anarquía? No nos asustemos. El anarquismo, cuando es intelectual, íntimo, cuando no deviene en activismo terrorista, resulta atractivo porque es muestra del individualismo, de la personalidad, mantiene al ser humano enhiesto, erguido, frente a lo común, que desdibuja y masifica. Anarquistas en ese sentido filosófico, no político, son hoy Umbral y Cela, como ayer lo fueron Unamuno, Dalí y Valle Inclán. Todos conocemos ese corrido mejicano en que se dice, más o menos “Con dinero, sin dinero, hago siempre lo que quiero, y mi palabra es la ley; no tengo trono ni reina, ni nadie que me comprenda, pero sigo siendo el rey”. Ser, a la vez, rey y reino, cada uno soberano de sí mismo. ¿Hay mejor definición de lo anárquico?


Nuestra devoción al anarquismo, al individualismo frente a lo societario, a lo solidario y unitario, tiene anécdotas felices y geniales. Oíamos, hace unos días, con motivo de la final de la Copa del Rey, exclamar a unos mozos valencianos, a coro: A la bi, a la ba, a la bim bum ba, Valencia, Valencia, y nadie más. O sea, no Valencia, primero entre los muchos equipos que participan en la Copa, sino Valencia ¡ y nadie más!, Valencia único. Podría pensarse que ser primero, no único, es lo que indica calidad, tanto mayor cuanto más cuantioso sea el conjunto. Ser primero en el Tour es mayor gloria si hay 200 participantes que si solo 50. Al podium subirán al final, solo tres, los tres mejores. Si solo ellos hubieran participado ¿cuál sería el mérito? El tercero sería el último, lo que hoy llaman el farolillo rojo. Pues bien, nuestro culto a la unicidad nos lleva a proclamar no la primacía entre un conjunto extenso, que es lo real, sino la fantasía de una unicidad que, si fuera cierta, diría que éramos a la vez primeros y últimos.


Hablando de los signos del Zodíaco oí una vez: “Eso de que hay doce signos, es un camelo. Solo hay los Piscis y los que no lo son.” Cuando Luís Miguel Dominguín daba la vuelta al ruedo con un trofeo en la mano izquierda y el dedo índice de la derecha apuntando al cielo, cual San Vicente Ferrer, el público leía “Soy el primero”. Leía mal. Lo que Dominguín emitía, y esto lo tengo bien averiguado, no era eso, sino: Soy el único. Convertía en fanfarronada aquella genialidad del Guerra, competidor en los ruedos con Machaco, Fuentes, el Bomba, Frascuelo y Lagartijo. Le dice un admirador al Guerra: Ya sabemos, maestro, que es usted el primero, pero después de usted quien? Y responde mayestático el Guerra: Después de yo, naide; después de naide el Fuentes. Muchos más casos podríamos citar como muestra de nuestra inclinación a la unicidad, pero por imperio de la brevedad, nos limitaremos a uno solo. Ocurrió, como tantas cosas grandes de nuestra historia, en tierras andaluzas. A uno de sus pueblos, de cuyo nombre no puedo acordarme, acudió un periodista para hacer un reportaje sobre sus fiestas patronales, sus monumentos o edificios históricos y los personajes más célebres. Al final de su tarea se enteró de que el pueblo había sufrido en época pasada cierta división entre el vecindario, al estilo de la que viene sufriendo, o gozando, Liria por la adscripción de cada vecino a una de sus dos bandas famosas, la Primitiva y la Unión, las dos agrupaciones musicales conocidas a escala incluso europea, o la división eclesiástica que establecen en Villarreal los feligreses devotos de la Purísima o a la Virgen del Rosario. La contienda en este pueblo andaluz se produjo porque de una misma familia, brotaron dos ramas que, por cuestiones hereditarias, se enfrentaron con odios africanos. De una de ellas surgió un niño que destacó en el cante flamenco. Antes de un año, y para no ser menos, surgió otro niño cantaor en la rama opuesta. Como desconocemos sus nombres les daremos el de Guerra, porque Guerra es un apellido muy andaluz y guerra es la que se tenían declaradas aquellas familias y la que se declaró el vecindario, escindido en dos grupos admiradores apasionados, unos de Guerrita primero, los otros de Guerrita segundo, como fueron nominados según orden de aparición, porque ninguno quiso, de ningún modo, renunciar a su apellido en beneficio del otro.


Enterado de esto el periodista, supo que aun vivía uno de los Guerrita, y el bar al que solía acudir. Allí fue a entrevistar a aquel Guerrita cantaor, niño en otro tiempo, convertido hoy en anciano venerable. Estaba nuestro personaje sentado ante una mesa situada en un rincón, solo y con la cachaba que le servía siempre de apoyo. Con alegría infantil recibió al periodista al que le habló de todas las figuras que en el cante jondo habían sido: Chacón, el Niño de Marchena, Caracol, la Niña de los Peines, Juanito Barea, nuestro paisano de Burriana; le explicó los cantes, bulerías, soleares, cañas, fandangos, serranas; los estilos, largo, cortao. Algunos de los puntos de su charla los acompañaba canturreando por lo bajini con voz que el tiempo habías hecho débil, pero sin mengua en el tono. Encantado quedó el reportero, quien al dar por terminada la entrevista, preguntó: Pero usted, maestro, ¿quien es Guerrita primero o Guerrita segundo? El semblante de aquel viejo, hasta entonces tan amable, tan comunicativo, tan atento, se transmutó en un gesto no ya adusto sino de desprecio. Se levantó como pudo de la silla, se apoyó en el bastón y mordiendo las sílabas, espetó con prosodia pura andalusí: Guerrita, caballero, no ha habío ma que uno. Dio la espalda al periodista, sin tenderle la mano, inició su marcha, y a los tres pasos se volvió para remachar: Zépalo uzted, joven, zolo uno que e Guerrita zegundo.

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