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domingo, 7 de febrero de 2010

6.- LA REFORMA MILITAR DE AZAÑA

Una de las características de Azaña era su enorme capacidad de desdén hacia la mayoría de las personas con las que trataba. Esto era, en parte, consecuencia de la superioridad intelectual del personaje sobre la gente de su entorno. Azaña era hombre rico en matices, fino en la percepción de las cosas, capaz de deleite en lo sutil, impermeable a todo lo chabacano y vulgar. Todo esto, que era una virtud, se convertía en defecto cuando al compararse con el prójimo se veía a sí mismo superior en todo, sin tener en cuenta sus propias limitaciones. En sus múltiples juicios sobre los demás, en las valoraciones que hacía no solo de sus adversarios sino también de sus propios compañeros, mostraba, sin disimulo, una imponente soberbia. Cuando eso no ocurría, cuando en su referencia a un ser próximo a él no aparecía el desdén, el desprecio, es porque era persona dócil, sumisa. Así, mientras hombres de gran valía política como Indalecio Prieto, muy superior a Azaña como político, como Ortega y Gasset muy superior en intelecto, eran tratados con pluma acerada, otros como Casares Quiroga y Giral, anodinos, carentes de personalidad, eran tratados sin menosprecio, con respeto, aunque nunca, desde luego, con alabanzas.


Azaña escribía muy bien y ahí están como muestra su “Velada en Benicarló”, su “Cuadernos de la Pobleta” y sus extensos diarios, todo recomendable por su valor literario aunque se discrepe de los contenidos políticos; tenía una oratoria no florida y ágil como la de Ortega, no grandiosa y solemne como la de Castelar; la de Azaña era concisa, precisa, exacta, podríamos decir puramente castellana, nada exuberante ni barroca, pero envuelta siempre en un elegante desdén hacia el adversario. Hay dos opiniones sobre Azaña que nos muestran algo de su compleja personalidad. Unamuno, el gran excéntrico, dijo de él: Cuidado con Azaña; es un escritor que no tiene lectores; sería capaz de hacer una revolución con tal de que le leyeran. Gordón Ordás, político leonés, de izquierdas como Azaña, le calificó como “eximio intelectual, pésimo político”.


Pues bien: este hombre de fina inteligencia pero poco afectivo, fue el encargado de hacer la reforma del Ejército que España necesitaba. Para opinar sobre la idoneidad de Azaña para esta misión, lo primero que hay que considerar es la diferencia entre el intelectual y el militar típicos. El intelectual se mueve en terrenos del raciocinio, flotando siempre en la duda, no acepta el dogma, sobre nada está dicha la última palabra; el militar se mueve en el campo de la disciplina, “las ordenes no se discuten”, “ordeno y mando”; acertará o no en sus decisiones, pero nunca debe dudar; tomada una decisión, previo el estudio necesario, la ejecutará con firmeza; todos a una. En una entrevista de César González Ruano al teniente coronel legionario Francisco Franco, aludió el gran periodista al valor personal del militar entrevistado. Respondió éste que eso carecía de méritos propios, que era fruto de las enseñanzas de las Academias militares. Replicó el entrevistador que no sería solo eso porque todos recibían la misma enseñanza y no todos mostraban el mismo valor. Cerró Franco el tema diciendo: Bien, pues si hay algo más no es más que la decisión de aguantar el miedo un poco más que el enemigo.


Podría decirse que la fuerza del intelectual está en el raciocinio mientras la fuerza del militar está en la voluntad, en el valor. Azaña, junto a un potente intelecto, era presa de una enorme cobardía, de la que dio prueba en varias ocasiones. Cuando Alfonso XIII abandonó España para que el Comité Revolucionario proclamara la segunda república, esperaban los miembros del Comité una transmisión de poderes desde los Ministros de la extinta Monarquía a los del nuevo Gobierno Provisional de la República. Así debió hacerse en consonancia con lo pacífico del cambio y la generosidad de quienes dejaban el poder. No fue eso lo que sucedió; el desbarajuste del Gobierno del Almirante Aznar fue tal que, decidida la marcha del Rey, se disolvieron y, sin más, se fue “cada mochuelo a su olivo”.


Azaña, cuando el Alzamiento de Fermín Galán, se había escondido y, aunque Mola, Director General de Seguridad, sabía donde estaba, no fue preso ni juzgado, como lo fueron Alcalá-Zamora, Maura, Largo Caballero, y Fernando de los Ríos. Celebrada la elección del 14 de abril o quizá un poco antes, cuando ya no había peligro, dio fin a su reclusión. El 14 de abril, cuando el Rey inicia su exilio, Azaña está ya en el Comité Revolucionario. Estamos en ese momento en que las calles de Madrid están llenas del gentío que espera la proclamación de la república. La llamada del último gobierno monárquico no llega. ¿Qué hacemos? Maura, el más decidido, apunta: Ir al Ministerio de la Gobernación y tomar el poder que han dejado en la calle. Azaña se opone: De ninguna manera; oficialmente el Gobierno no ha cesado y con lo que Maura propone nos pueden procesar por sedición. Dudas. Al final triunfa la proposición de Maura. Suben los futuros Ministros en varios coches y se dirigen al Ministerio de la Gobernación, que estaba entonces en la Puerta del Sol, en el edificio que sería después, durante muchos años Dirección General de Seguridad, hoy sede, creo, de la Comunidad Autónoma de Madrid. El público, al ver los coches con los nuevos ministros, les aclaman, les saludan, les vitorean, apenas les dejan avanzar; más de dos horas tardaron en recorrer un trayecto que habitualmente se hacía en quince minutos. Maura comenta en su recomendable libro “Así cayó Alfonso XIII” que uno de los ministros que iba en el mismo coche que Azaña, le refirió después a Maura el miedo que pasó el nuevo Ministro de la Guerra; en cada uno de los que se acercaban al coche para aplaudirles veía Azaña al posible autor de autor de un atentado; todo el trayecto lo pasó quejándose del peligro a que les había sometido Maura, que era un señorito chulo... Si así estaba el ánimo cuando pintaban oros ¿qué habría sido de pintar bastos?


Llegaron, por fin, a la Puerta del Sol; se apearon; el gentío, abrazándoles, no les dejaba pasar; cuando pudieron, llegaron al edificio, cerrado a cal y canto; Maura sacudió repetida y fuertemente la aldaba; se abrió la puerta pequeña y Maura dijo, con imperio en la voz: ¡Paso al Gobierno Provisional de la República!; de par en par se abrieron las puertas; detrás de ellas, formaba el pelotón de la guardia. Al paso de los miembros del Comité Revolucionario, presentaron armas. En aquel preciso momento caía la monarquía española y nacía la segunda República. Un punto han dejado en duda los historiadores: impulsado por urgencias fisiológicas, ¿preguntó el bizarro Ministro de la Guerra, por el cuarto de aseo que quedaba más a mano? Debemos suponer que no, que, a la vista del solemne recibimiento, sus intestinos, hasta aquel instante tan díscolos, quedaron, por fin, sujetos a rigurosa disciplina.


Otra ocasión en que don Manuel Azaña mostró su valor personal fue el de la lucha entre anarquistas y comunistas en Barcelona, año 1937. El Ejército de Franco, en la Semana Santa de ese año, había partido en dos la zona republicana con la toma de Vinaroz. Azaña, Presidente de la República, tenía su residencia en Barcelona, Palacio de Pedralbes; el Gobierno estaba en Valencia. Comunistas y libertarios se enfrentaban disputándose el dominio de Barcelona; la lucha se desarrollaba en el centro de la ciudad, edificio de la Telefónica, plaza de Cataluña, todo muy lejos de Pedralbes. Azaña disponía de la fuerza que corresponde siempre a un jefe de Estado, un Batallón, por lo menos, si no todo un Regimiento; en todo caso nadie les atacaba, porque lo que se ventilaba era otra cosa y la verdad es que Azaña y la presidencia que ostentaba pintaban bien poco.


Pues bien: hay que leer lo que el propio Azaña escribe en su Diario; no hace más que quejarse, dominado por los nervios, del abandono en que le tiene el Gobierno, de que todo es pedir refuerzos a Valencia y no se le envían, de que cualquiera de los bandos dependientes puede atacar Pedralbes, de que...


Este es el Ministro que tiene la misión de reformar el Ejército. ¿No es lógico pensar que este hombre tan soberbio y tan miedoso, tenía que sentir una aversión visceral hacia los militares? Que el Ejército necesitaba una reforma nadie lo discutía. Franco, que en tantas ocasiones chocaría, de manera declarada o latente, con Azaña, nunca manifestó su oposición a un cambio en las fuerzas armadas. Otra cosa es lo que se persiguiera en el cambio.


El Ejército español, desde el descubrimiento de América hasta la pérdida de las últimas colonias en 1898, tenía que atender a la defensa no solamente del territorio nacional sino también al mantenimiento de un considerable imperio, pero cuando todo ese territorio adicional se pierde, el cuadro de mandos de las fuerzas armadas resulta sumamente excesivo, desproporcionado con el territorio a defender, con unas tropas muy reducidas. Así se llegó al enorme absurdo de que tuviéramos un general por cada 300 soldados, más o menos. Una sociedad civil fuerte, con unas organizaciones políticas firmes y unos gobiernos estables, hubieran podido realizar esa reforma, reducir el cuadro de mandos, de generales y oficiales, adecuándolos a la tropa, pero los gobiernos, exceptuando la etapa en que Cánovas y Sagasta se turnaron en lo que hoy llamaríamos consenso y entonces se llamó Pacto del Pardo, los gobiernos, decíamos, nunca tuvieron fortaleza suficiente para, de una manera resuelta, reducir aquel cuadro de mandos, sumamente excesivo porque, de hacerlo, se exponían al cuartelazo, al pronunciamiento, al ruido de sables.


Todo militar de Academia aspira al generalato y tanta mayor probabilidad tiene de llegar a él cuanto mayor sea la plantilla de ese grado. Consecuencia de todo este planteamiento era que España soportaba, desde finales del siglo XIX, un Ejército sumamente gravoso para el Presupuesto nacional, unos gastos militares en los que la mayor parte se dedicaba a un personal excesivo y al mismo tiempo mal retribuido, y unas fuerzas armadas muy poco eficientes por la falta de armamento adecuado y suficiente.


Quiso Azaña atacar el problema reduciendo el cuadro de mandos y en esto tomó el buen camino: ofreció el retiro a todos los oficiales dándoles como pensión la paga del grado superior en activo; el teniente “chusquero” (no de Academia) que solo podía llegar a capitán, se encontró con una pensión en retiro igual al sueldo mayor que podía alcanzar en activo. Lógicamente lo aceptaron casi todos. En cuanto a los jefes, si no bajó a nadie de categoría sí que puso a la cola de ésta a beneficiados con ascensos por méritos de guerra. Hemos de tener en cuenta el malestar que esto produjo entre los afectados. Estaban divididos los militares en africanistas y no africanistas, según hubieran hecho o no campaña en Marruecos. En aquel tipo de guerra no ocurría lo de ahora en que los jefes pueden estar a mucha distancia de la línea de combate porque las armas son otras, tienen más alcance y los medios de comunicación no tienen nada que ver con los de entonces. He visto en el frente como cada Compañía tenía un soldado que hacía las funciones de enlace, comunicando al Teniente o Capitán con otros jefes de Compañía o con el Comandante del Batallón, función de enlace sumamente peligrosa porque tenían que transitar por terrenos generalmente batidos. Hoy, con un simple teléfono móvil se tendría esa comunicación entre toda la fuerza.


Estábamos en que en la guerra de Marruecos, los oficiales y aún los jefes tenían que estar muy cerca de la primera línea; de ahí, la cantidad de ellos que perecieron: General Silvestre, General Valenzuela, González Tablas, etc. Millán Astray fue herido varias veces, Franco solo una vez aunque de suma gravedad; innumerables los oficiales, y no digamos los soldados. La compensación a tanto peligro estaba, para los militares profesionales, en las condecoraciones y los ascensos, que eran el premio a los sinsabores, a las inclemencias de una guerra que se libraba en un terreno áspero, en un clima hostil, con el peligro del ataque nocturno en el que tan diestros eran los moros. Al militar que no participaba en esa guerra, que no sufría esas penalidades, que disfrutaba de la vida cómoda del cuartel, le fastidiaba ver que un compañero que siempre había estado debajo de él en el escalafón, de momento ascendía a una categoría superior a la suya. Para esta clase de militares, los ascensos solo debían concederse por riguroso orden de antigüedad en el escalafón; querían igualdad para todos, no el privilegio que representaba el ascenso por méritos de guerra; no aceptaban ese principio que dice que la igualdad debe aplicarse en los casos iguales, que lo justo es el trato distinto para los casos distintos. Consecuencia de toda esta cuestión fue que el Ejército se dividió entre los que fueron llamados africanistas y los que se denominaron no africanistas, que eran los devotos del escalafón.


Para hacer la reforma del Ejército, puso Azaña asesorarse de militares de ambos grupos, situándose equidistante entre ellos. No lo hizo así; escogió, casi íntegramente a los del escalafón, poniéndose enfrente a los africanos, lo que hizo ahondar las diferencias entre unos y otros. Esta predilección del nuevo Ministro de la Guerra tendría después consecuencias muy importantes: la guerra civil de 1936 estalló, entre otros motivos, porque, al igual que los españoles estaban divididos en dos bandos enfrentados, lo estaba el Ejército entre militares jóvenes –Franco, Goded, Varela, Yagüe, Camilo Alonso, Muñoz Grandes, africanistas todos- con mucho prestigio por sus hojas de servicio, y los demás, con menos galardones, menos historial y más edad. Si el Ejército no hubiera estado partido en esos dos sectores en 1936, la guerra civil no hubiera estallado porque el Alzamiento no se habría producido o habría triunfado. La división evitó el triunfo rápido del golpe militar. Es totalmente falsa la versión tan repetidamente oída de que el Ejército se levantó en 1936 contra la República; la verdad escueta es que la mitad de ese Ejército se levantó, pero no la otra mitad; téngase en cuenta de que de ocho Capitanías Generales o Divisiones orgánicas, como Azaña las tituló, en solo una –Zaragoza- secundó el Alzamiento el General que la mandaba, -Cabanellas- que, aún siendo republicano y perteneciente a la Masonería, pesó más en su ánimo el sentido militar que el de masón y republicano.

Quiso don Manuel Azaña con toda esta reforma militar desgravar a la economía española del derroche que representaba un Ejército excesivo, mal retribuido y además ineficiente, y en esto iba bien encaminado, aunque no llegó a conseguirlo, pero quiso también debilitarlo, restarle fuerzas para que no pudiera oponerse a la política que pretendía realizar. Consiguió dividirlo y enfrentarlo. Fracasado el Alzamiento Militar, prescindió de la parte de Ejército que no había participado en la subversión, armó “al pueblo” sin tener en cuenta que a quien había entregado las armas era a los libertarios, a la CNT-FAI. Perdió con ello el Estado, del que era Jefe el señor Azaña, la escasa autoridad que le quedaba. Mucho tiempo y esfuerzo sería necesario para recuperar ese poder de los anarquistas y ponerlo en manos no de los republicanos sino de los comunistas. Cuando éstos pudieron formar un Ejército regular, el general Franco ya tenía fuerzas suficientes para batir al enemigo, para inclinar a su favor una guerra que no ganó él y su bando sino que perdieron sus enemigos por sus grandes desaciertos, de los que no puede librarse don Manuel Azaña, por muy buen literato que fuera y por muchas “Veladas de Benicarló” que escribiera.

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