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domingo, 7 de febrero de 2010

18.- RECUERDOS

Inicio con éste una serie de relatos de anécdotas o hechos en los que yo participé o fui testigo, y de los que fueron otros los protagonistas. Esos hechos o anécdotas dejaron en mi recuerdo una huella agradable. No se trata de personas importantes, aunque algunos puedan serlo, según el criterio de cada uno. Los incorporo al libro no por la importancia del personaje sino por la anécdota y por el grato recuerdo que en mí dejaron.



SALVADOR BAIXAULI “L´ALFAFARENCH”


El sobrenombre no era mote sino denominación de origen. Su apodo nativo era, según me dijera, “El Blanquillo”, por lo claro de su tez, oscurecida por el mucho sol campestre. Casó en Catarroja donde transcurrió su vida adulta y fructificó su enorme actividad. Fue un hombre, labrador puro, por el que llegué a sentir una profunda admiración. Conocía su fama, cuando aún no le había tratado personalmente. Él me ignoraba. Nuestro primer contacto fue con ocasión de hacerme cargo, provisionalmente, de la Hermandad de Labradores, cuestión de la que se trata en otro momento. El Alfafarench había solicitado del Cabildo, unos años antes, que hicieran una pequeña obra, un puentecillo sobre una acequia, o algo así, que facilitaba el paso a los agricultores de una zona en la que Baixauli tenía un gran campo de arroz en la partida del Boñ. El Cabildo accedió a lo pedido con la condición de que el solicitante realizase la obra, adelantase su costo, del que la Hermandad le pagaría después una mitad. El Alfafarench que en tantas ocasiones demostraría su generosidad lo hizo una vez más. Realizó la obra, la pagó y cuantas veces se personó en la Hermandad reclamando lo convenido encontró igual respuesta: No hay dinero. Tantas y tan repetidas respuestas negativas, le hicieron desistir de su justo deseo de cobrar lo convenido.


En mis primeros días de actuación como jefe del Cabildo, comentó el señor Baixauli con Miguel Martí Canuto, despachándose a su gusto, la informalidad de la Hermandad al mantener impagada la deuda. Le indicó Martí que me la reclamase a mí, pero debió pensar que si los propios labradores, sus compañeros, no habían cumplido el compromiso contraído ¿cómo lo iba a hacer quien a nada se había obligado y que, encima, era un escribiente, no un labrador? No vino.


Al contármelo Martí le mandé llamar. Entonces le conocí y me conoció. Tenía yo poco más de 30 años, edad que él me podía doblar. ¿Sabe usted que, de momento, estoy de Jefe de la Hermandad? Sí, lo oí decir. Y en lugar de quejarse, fuera de aquí, con todo motivo, de lo que la Hermandad le hizo, ¿por qué no me lo dijo a mí, que nada sabía? Ya lo había reclamado muchas veces a otros. Pero no a mí.


Le expuse que yo no era labrador, pero sí descendiente de labradores, de pobres labriegos, cultivadores de áridas tierras, rocosas y secanas; que tenía en gran estima a las gentes del campo y que durante el escaso tiempo en que estuviese al servicio de la Hermandad, procuraría velar por el prestigio de un organismo que representaba a los agricultores y que, si eso lo hacía yo, que no era labrador, con mucha más razón debía hacerlo un hombre como él que lo era tan calificado. Lo que debió hacer es reclamarme a mí lo que le debían y si yo no le atendía tendría entonces motivos para hablar mal pero de mí, no de la Hermandad Me escuchó con toda atención, con hondo silencio. Pienso hoy que aquel hombre que tanto había trabajado, que tanta tierra había acumulado legítimamente con su esfuerzo, pudo contestarme: Pero ¿quien eres tú, muchacho, para decirme a mí lo que tengo que hacer? ¿Quien eres tú, que no tienes ni un palmo de tierra, para darme lecciones? Pues no; después de una pequeña pausa levantó la cabeza, se dirigió a mí y me dijo con alegría: “Bona llisó m’ ha donat, xiquet”.


Esa contestación, tan escueta, me dio la medida de aquel hombre. Un señor, ya maduro, se veía reprimido, aunque amablemente, por un advenedizo, un joven sin fortuna, un oficinista que no era nadie, al que había tenido que soportar, por una miseria de tres mil pesetas que, para un hombre generoso como él no eran nada, que le diera, aunque afectuosamente, un repaso por su comportamiento. Cualquier otro hombre, en aquella circunstancia, orgulloso de sus méritos, me hubiera enviado con cajas destempladas. Aquel hombre, entero, sin fisuras, confesó sencilla y llanamente, su error.


Le dije que iba a cobrar. ¿En serio? Preguntó entre burlón y dubitativo. Sí, sí. Llamé al depositario de la Hermandad, que era a la vez empleado del Recaudador de Arbitrios y del Cabildo. ¿Al señor Baixauli se le deben tres mil pesetas? Sí. ¿Y por qué no se le han pagado? Porque no había dinero ¿En tres años no se han tenido nunca tres mil pesetas para pagar una deuda vieja? Vosotros, los empleados sí que habréis cobrado todos los meses. No contestó. Págale ahora. Es que no hay dinero. ¿Te dones conter? clamó riendo el acreedor. Como el depositario era empleado del recaudador, como hemos dicho, le pregunté: ¿Cuándo verás a tu jefe? Mañana. Pues dile que te entregue veinte mil pesetas a cuenta. Contestación a la contra: ¿Y si no las tiene? Si no las tuviera, habría que pensar en cambiar de recaudador; buscaríamos a otro que nos entregara el dinero según lo fuera recaudando, sin tenerlo en su cuenta corriente bancaria, cobrando extratipos. Díselo a tu jefe de mi parte, y pídele cuarenta mil, no veinte mil. Verás como sí las tiene. Y al acreedor: Usted, señor Baixauli, vuelva aquí pasado mañana; el depositario le pagará; si no lo hiciera, yo estaré aquí arriba; por favor, suba usted y dígamelo; pero no hará falta que suba, ya verá usted como le paga.


A los pocos días me contó Martí que vio, de lejos, al Alfafarench. Gritó: “Martí, Ja m´han pagat”. Se acercó para añadirle: “Eixe amic teu té mes collons que el bou pardet”. No hago constar la frase como homenaje a mi vanidad, pues nada de valeroso había en lo que hice, sino como testimonio de que cuando los cargos públicos se llevan con seriedad y eficacia, los hombres íntegros y libres de pasiones hallan ocasión para mostrar su reconocimiento. Y esto nos honra a todos.


VICTORIA COSTA “Victorieta”

De entre las personas con las que hube de tratar en el ámbito de la política local, una de las de mayor personalidad fue esta mujer: Victoria Costa, conocida por todos como Victorieta. Su madre, a la que Victoria ayudaba, se dedicaba a cocinar los convites de las bodas que antes de nuestra guerra, y aún bastantes años después, se celebraban no en establecimientos públicos como ahora, sino en el domicilio de los novios.


Durante la guerra se unió Victoria, no sé si mediante matrimonio civil, con un joven afiliado posiblemente al Partido Comunista. No tengo ninguna seguridad en este dato, tal vez fuera Victoria la perteneciente al PC. Lo que sí es seguro es que en ese tiempo Victoria vestía y se adornaba con emblemas, insignias, etc. de la organización marxista. Tampoco sé si su marido o compañero murió en el frente o simplemente se frustró la unión; el caso es que, terminada la contienda, Victoria contrajo nupcias con Villar, un hornero viudo, que traía una hija. Tampoco en esta unión tuvo Victoria descendencia; el matrimonio adoptó lo que para Villar fue una segunda hija. Abrió este matrimonio el establecimiento Villar (progresivamente horno, panadería, bar y restaurante) que tanta relevancia tuvo después, y en el que tantos matrimonios celebraron el ágape nupcial, no solamente los celebrados en Catarroja sino en muchos otros pueblos del contorno.


Hago constar estos antecedentes en la vida de nuestro personaje, sin darle, de ningún modo, valor político, sin ningún desdoro a su memoria, para la que tengo el máximo respeto, sino como detalle que demuestra la riqueza de su personalidad, y porque, además, constituyen un factor a tener en cuenta para valorar los hechos que voy a relatar.


El Interventor de Fondos del Ayuntamiento, cumpliendo la política de la Corporación, y con el fin de incrementar los ingresos municipales, acorde con la política de obras y con la desvalorización de la moneda, convocaba, por gremios, a todos los industriales que ejercían actividades comprendidas en el Consumo de Lujo. Este arbitrio consistía en el pago de un porcentaje que podía alcanzar hasta el 25 % del ingreso bruto de estos establecimientos. El Ayuntamiento, en lugar de exigir esa participación, concertaba una cantidad con los interesados que no llegaba, ni con mucho, al 1 % de los ingresos. En el caso de las panaderías y pastelerías, convocado el gremio, se convino para ese año un aumento del 10 % de la cuota que habían pagado el año anterior. Ese aumento era superior a la inflación de un año, pero recuperaba, aunque solo en parte, las inflaciones de años anteriores, en los que no se habían subido las cuotas. Enterado el señor Villar de que había que pagar un 10 % más, se personó en la Alcaldía para protestar por el aumento. Le expuse la necesidad de incrementar los ingresos municipales para poder seguir las obras que estábamos realizando, que redundaban en beneficio de toda la población y, especialmente, de los establecimientos públicos como el suyo en el que tanto mayores serían sus ventas cuanto más atractivo fuera el aspecto general del pueblo, al ser Catarroja centro de reunión y recreo de los pueblos lindantes. Nada hacía variar el criterio firme del señor Villar de que ese aumento del 10 % era improcedente y que no estaba dispuesto a pagarlo. Al decirle que ese aumento se había fijado de conformidad con la Junta del Gremio al que pertenecía, respondió: ¿El gremio? ¿Yo que tengo que ver con el gremio? ¿Quiénes son ellos para disponer de lo mío? Que se apañen ellos que yo ya me apañaré. Muy bien, señor Villar, nada tiene que ver usted con el gremio. Le pregunté a qué precio había vendido los pasteles el año anterior. A dos pesetas. ¿Y éste? A dos cincuenta. Luego en un solo año ha aumento usted el precio un 25 %, y el Ayuntamiento le pide por varios años solo el 10. Pues no; nos hemos equivocado. Hemos de aumentar el 25.


Lo tomó a broma. Insistió en que el negocio iba muy mal, que desde fuera parecía una cosa y desde dentro era otra, que él no quería pagar ningún aumento, pero para que viera que quería ayudar aumentaría el 5 por 100, pero ni un céntimo más. Yo le dejaba hablar, sin interrumpirle y cuando esperaba mí respuesta repetía, impertérrito: El 25. Al final, resumió: Vamos, que no me quita nada del 10 %. No, no le quito nada y encima le añado el 15, total el 25 que es lo que ha subido usted los pasteles en solo un año. Se puso nervioso. Entonces ¿voy a pagar yo el 25 y otros el 10? El 25 es lo que ha aumentado sus pasteles en un año. Y los del gremio también, respondió indignado. Pero, señor, ya hemos quedado en que usted nada tiene que ver con el gremio, olvídelos. Pues si he de aumentar el 25, cierro la pastelería. Conforme. Vidal, llame a Roca, que suba. Subió Roca, el oficial de Intervención. Roca, el señor Villar cierra la pastelería, dale de baja en el impuesto de lujo ¿Pero quien es usted para cerrar mi establecimiento? Yo, nadie, pero si lo acaba de decir usted. ¿Y qué tiene que ver que yo lo diga? ¿Es que no va a cerrar? Pues claro que no. Roca, no le des de baja, pero auméntale el 15 por 10, del 10 al 25.


El día siguiente entró en el despacho, su esposa, Victoria. Era la primera vez que hablaba con una mujer por la que sentía cierta admiración. Era ella el alma de aquel negocio, la que pensaba, planeaba, dirigía y, encima, trabajaba más que nadie; antes de clarear el día ya estaba lavando el piso, arrastrándose sobre las baldosas en un tiempo en que no había “mochos” ni aspiradoras.

Empezó diciendo que su marido era hombre muy apto para el trabajo de su oficio, pero no para la gestión. Al intentar explicarle la entrevista del día anterior, se adelantó: No hace falta que la explique; me la contó él; comprendo su actitud como Alcalde. Pagaremos el 25 % de aumento; solo le pido una cosa: ¿Permitiría que en futuro, cuando se tercie cualquier cuestión, viniera yo a tratarla en nombre de Casa Villar, en lugar de mi marido? Con mucho gusto Victoria; si su marido la autoriza, por mí, encantado.


Tiempo después, detectó la Jefatura Provincial de Sanidad muchos eccemas en las manos de los panaderos originados por los reforzantes que empleaban en la fabricación del pan. El Gobernador civil, Posada Cacho, emprendió una campaña de inspección en los hornos, con el fin de hacer efectiva la prohibición de emplear esos reforzantes. El caso es que el Gobernador Posada, tan displicente en otras cosas, se mostraba, en esto de los reforzantes, muy riguroso. En una inspección se encontraron reforzantes en el pan de Villar. Posada Cacho impuso, nada menos, que una sanción de cierre del establecimiento, por término de tres meses. Me enteré de todo por medio de Victor Rosaleny “Victorino” que era Jefe del Gremio y Concejal del Ayuntamiento. Escribí al Gobernador manifestándole, en primer lugar, mi felicitación por su campaña, pero le añadía que la sanción impuesta al señor Villar resultaba desproporcionada para la infracción cometida, que Casa Villar no era solo horno y panadería sino, además, bar y, sobre todo, restaurante de fama en toda la comarca; que el cierre durante tres meses del establecimiento produciría a su dueño un perjuicio desmesurado pero además, y sobre todo, un gran malestar público por el trastorno que representaba cancelar los banquetes de bodas a celebrar durante ese tiempo, actos que se contrataban por adelantado; que en esta clase de establecimientos eran más las solicitudes que las plazas disponibles; que la sanción de cierre podía ser conmutada por otra de tipo económico, que cumpliría la función de penalizar la falta cometida pero evitaría todos los perjuicios que causaríamos a los futuros contrayentes, ajenos a la infracción sancionada y que si mis razones no hacían variar su criterio, estaba dispuesto a visitarle antes de que confirmara una sanción que consideraba, en este caso particular, totalmente inconveniente desde el punto de vista político.


Desconocía Victoria esta gestión, de la que le hubiera informado si hubiera venido a consultarme, pero en lugar de hacerlo, desconfiando de mí, buscó el apoyo del Presidente Provincial del Gremio, un tal señor Olleta, y con él y Victor Rosaleny fueron a Gobierno civil. Posiblemente pensara Victoria, dado el antecedente de lo del 25 %, antes referido, que Emilio Porcar, Alcalde franquista, se ensañaba con la antigua militante del P. C. Incluso pudo llegar a sospechar que yo habría sido el inspirador de la inspección de su horno. El caso es que, según me contó después “Victorino”, en medio de la conversación que tuvieron en Gobierno civil con el Secretario General, don Tomás Conesa, que fue quien les atendió, dijo Victoria Costa: Mire usted, yo solo confío en ustedes porque sé que en lo que se refiere a Catarroja, el Alcalde nos hará todo el daño que pueda.


Don Tomás Conesa había hecho el servicio militar como Oficial de Complemento con mi hermano Luís; habían sido muy amigos en el cuartel. Al tomar posesión de la Secretaría del Gobierno y tener conocimiento de quien era el Alcalde de Catarroja, tuvo interés en conocerme; me habló con mucho afecto de mi hermano y de su pesar al conocer su trágica muerte. Después de esta entrevista fui designado como Alcalde representante de los pueblos de la provincia en una Comisión sobre Ayuda Familiar a los funcionarios de la administración local, Comisión que Presidía el Secretario General, y en la que celebramos muchas sesiones. Quiero decir con todo esto que don Tomas y yo tuvimos relación suficiente para conocernos y estimarnos mutuamente.
Al decir Victoria lo que esperaba del Alcalde de Catarroja, saltó don Tomás: ¿Cómo dice usted eso, señora? Emilio Porcar, Alcalde de su pueblo, es bien conocido aquí, donde se le considera con el mayor respeto. Y en cuanto al daño que ese señor puede hacerle, voy a leerle la carta que le ha escrito al Gobernado. La leyó. Tenga usted en cuenta que si se le quita a su establecimiento el cierre de tres meses, que creo que se le va a quitar, será, no por eso que usted acaba de decir, sino porque lo pide su Alcalde, que goza aquí del mayor prestigio, y por la forma en que lo pide. Después de eso, dijo Victoria: Perdone usted, señor; retiro lo que dije, yo no conocía al Alcalde de mi pueblo, ahora sé quien es. A la salida, siempre según la versión de Víctor, dijo Victoria: Menuda metedura de pata.


La sanción de cierre fue conmutada por una multa nada grave. A partir de ahí me trató siempre Victoria con mucha atención y afecto nada ficticios. Posteriormente y en varias ocasiones tuvo para mí palabras entrañables, pero esto ocurrió, y esto merece ser destacado, cuando ya no era Alcalde.


Ahora, cuando ya no está entre nosotros, quiero dejar constancia de mi admiración por esta mujer que, no habiendo tenido descendencia, se desvivió por la hija de su esposo, por otra hija que adoptaron, por todos cuantos estuvieron a su lado, que fue sumamente pródiga en dar limosnas y en contribuir a cuantas acciones benéficas realizaron otras personas fieles a la Iglesia.


Hoy funcionan en Catarroja varios salones donde, además de bodas y comuniones, se celebran actos de rango provincial; aquí se han celebrado ágapes presididos por personalidades de la política nacional; incluso turistas rusos organizados por agencias de aquel país, han comido en este pueblo. Pues bien: el establecimiento pionero de todos estos salones fue Casa Villar y su alma aquella mujer sencilla, inteligente y trabajadora, tan maltratada en su vejez, que fue Victoria Costa, toda una señora de la que su pueblo, éste es al menos mi criterio, puede sentirse legítimamente orgulloso.


HISTORIA DE TRES CAMBIOS.


Teníamos tres costumbres, muy antiguas, que yo creía conveniente cambiar. Esperaba el momento propicio para hacerlo porque la inercia, la rutina, tienen mucha fuerza y no es conveniente ejercer la autoridad de manera explosiva. Siempre es preferible la prudencia. Las tres costumbres fueron modificadas y aceptadas sin protestas.


El itinerario de las procesiones era: calle de la Iglesia, calle Nueva, carretera real, calle Mayor, plaza de Miguel Peris, placeta de Martino y plaza de la Iglesia. Toda la ruta estaba pavimentada, aunque con adoquines viejos, grandes y mal asentados. En ese trayecto, un tramo, situado entre las calles Nueva y Mayor, era de la carretera nacional Valencia Madrid por Albacete. Desde que la cruz llevada por el sacristán abriendo el cortejo, entraba en la carretera desde la calle Nueva, hasta que la banda de música, que lo cerraba entraba en la calle Mayor, (más de media hora de tiempo) el tránsito por la carretera quedaba interrumpido. Los conductores de los medios de transporte, que se veían obligados a permanecer inactivos, tenían que soportar esta parada forzosa. Por si esto no era suficiente, como los cirios dejaban sobre la calzada la cera derretida, al día siguiente las herraduras de las caballerías hacía que estas resbalasen, cayeran; fueran levantadas a fuerza de imprecaciones y azotes de los carreteros, poco versallescos en sus locuciones.


Pensé modificar el itinerario de las procesiones, pero no me atrevía no por aquello de “Con la Iglesia hemos topado”, sino porque la costumbre era muy antigua y modificarla hubiera encontrado otras resistencias, por la fuerza de las costumbres.


La solución del problema, que no me atrevía a resolver, nos vino impuesta desde lo alto: el Ministro de la Gobernación, don Camilo Alonso, probablemente ante las cuantiosas quejas que habría recibido procedentes de todo el territorio nacional (el hecho no era, ni mucho menos, exclusivo de Catarroja) prohibió todo desfile, cabalgata, procesión que interrumpiera el tráfico de las carreteras nacionales. La orden vino de perlas. Llamé a don José, el párroco, y le dije lo que había: la procesión podría ir por la calle Moreras y al llegar a la plaza de Miguel Peris, dirigirse por la de Martino a la de la Iglesia; si el trayecto resultaba demasiado breve, podría optar por la calle de Cánovas, Sagasta y calle de la Fuente y entrar en la plaza de la Iglesia.


Comprendió don José la cuestión y me dijo que consultaría con los feligreses y me comunicaría la elección. A los pocos días vino a la Alcaldía a manifestarme el resultado de la consulta: rechazaban mi propuesta y el acuerdo era que la procesión iría por donde siempre. Le dije que la prohibición no era decisión municipal sino del Ministro de la Gobernación y no para Catarroja sino para toda España y que la procesión no iría por la carretera, por mucho que se empeñasen los feligreses.


La cuestión quedó en el aire. La orden del Ministerio, le parecía adecuada a don José pero, hombre en extremo bondadoso, no se decidía a imponerla a la clientela. Se acercaba la fecha de la próxima procesión, que era la del Cristo y llegó a mis oídos que los de la Junta decían que su procesión iría por la carretera y que el Alcalde no tenía cojones para impedirlo.

Con estos señores, no cofrades sino componentes de la Junta del Santísimo Cristo de la Piedad, tenía yo mis discrepancias. En una ocasión me pidieron autorización para celebrar un Concurso de Cante flamenco en el campo de fútbol, que no era municipal, pero que estaba atribuido al Frente de Juventudes. Era Presidente del Catarroja F.C. José Guillem Baixauli “Pepe el Gros”, excelente persona, que financiaba a sus costas el déficit del fútbol local, en cuyo sacrificio había sucedido a Antonio Olmos Briau, “El Percalero”. Les dije a los del Cristo que podían celebrar el Concurso, cuyo objeto era obtener ingresos para la fiesta del Cristo, pero que, como el fútbol les costaba mucho dinero a los directivos, hablasen con el Presidente y se pusieran de acuerdo en darle algo que disminuyese las pérdidas que soportaban. Me comunicó Pepe Guillem que habían acordado una modesta ayuda de tres mil pesetas.


Celebrado el concurso, los señores del Cristo no pagaron al ganador el premio metálico anunciado (creo que eran mil pesetas), con lo que el defraudado, según me dijeron después (yo estaba de vacaciones en mi pueblo) se fue echando pestes de Catarroja y del Cristo de la Piedad. Al terminar mis vacaciones y volver a la Alcaldía, me dijeron los del Cristo que ellos no tenían por qué pagar las tres mil pesetas al fútbol, puesto que el campo no era del Catarroja F.C.; es decir, querían hacer con Pepe Guillem lo que habían hecho con el cantaor. Sus argumentos ante mí eran: ¿De quien es el campo de fútbol? ¿Es del Catarroja F.C.? Contéstanos. Les respondí con otra pregunta: ¿Acordasteis con el Presidente darle tres mil pesetas para ayuda al Club? Sí, pero eso no tiene nada que ver. ¿Cómo que no? Entregadle las tres mil pesetas que acordasteis, cumplid la palabra que disteis y después preguntadme lo que queráis, antes no. Y tened en cuenta que si yo hubiera estado aquí el día del concurso, ejerciendo de Alcalde, cuando el cantaor se fue maldiciendo del pueblo y del Cristo, alguien hubiera dormido esa noche en el calabozo, y no hubiera sido el cantaor.


Mis relaciones personales con estos cofrades eran, por este hecho tirantes, cuando ellos plantaban cara, con un claro desafío en lo de la procesión, amparándose en la cruz. Llegado ese día, le dije al jefe de la escasa guardia municipal de aquel tiempo, que se pusiera en la calle Nueva, a la altura de Moreras, con un par de guardias; que al llegar el sacristán con la cruz, le indicara la dirección de Moreras. ¿Y si no va por allí porque tiene orden de ir por la carretera? Pues coge usted al sacristán con la cruz y lo lleva todo al calabozo. ¿La cruz también? Sí, sí, no se preocupe, que el Cristo crucificado no creo que proteste. Ojala lo hiciera, porque sería un milagro, y un milagro no nos vendría nada mal en Catarroja a todos, incluso a los señores de la Junta del Cristo. Nunca más volvió la procesión a pisar la carretera.



FUMAR EN EL CINE


En esos años, del 55 al 60, las costumbres eran muy diferentes a las actuales. Hoy, prácticamente, todas las familias disponen de coche; son escasas las que carecen de él. Entonces era lo contrario: eran pocos los que disponían de este medio de locomoción. La televisión empezó a emitir por los años 60, tres horas al día, en blanco y negro y con nieves perpetuas. Había sido superada una etapa en que un Gobernador civil, don Francisco-Javier Planas de Tovar (Ganas de Estorbar según bautizo genial del humor valenciano), había impuesto, por influencias, seguro, de la Iglesia, la patrulla de miembros del Cuerpo de Seguridad, montados a caballo, para que en las playas, al salir del agua, los bañistas se pusieran el albornoz. Las mujeres habían de añadir al traje de baño completo, una faldita que cubriese los muslos; los varones no podían vestir únicamente con taparrabo; habían de vestir con traje completo. Aquellas parejas montadas sobre alazanes que vigilaban las playas, fueron bautizadas como La Moral. Cuando aparecían, se corría la voz: ¡Que viene la Moral! Y los desobedientes se subían los tirantes previamente bajados del bañador completo, las chicas se ponían la faldita, se metían algunos en el agua o en la caseta, todo hasta que la Moral pasaba.


En los salones de baile, que eran escasos, los empresarios habían de vigilar que las conductas de los asistentes fueran decentes. Estos locales cerraban a horas tempranas, entre otras razones porque a ninguna muchacha honesta le permitían recogerse después de las once o doce de la noche. En resumen, que los novios tenían muy pocas ocasiones para manifestar, ocultamente, su mutuo cariño. El medio más fácil era ir el domingo por la tarde al cine. Como lo que menos interesaba era la película y lo que más la oscuridad, las últimas filas del patio de butacas eran las preferidas de Romeos y Julietas, porque es donde más amortiguada llegaba la claridad de la pantalla. Por otra parte, la costumbre actual de ir a comer los domingos a bares y restaurantes era inexistente; 1, porque se carecía de medios propios de locomoción; 2, porque, aparte de Casa Escolástica en la carretera, esquina a la calle del Empastre o de la Comare y Casa Almarche en la plaza del Mercado, locales en los que se podía comer un plato de alubias o de garbanzos, un par de huevos con patatas fritas o alguna longaniza o morcilla, nada más se podía pedir; y 3, porque las disponibilidades económicas de la gente no permitían esos lujos de ahora del marisco, la merluza a la romana, el Rioja y la tarta o el helado.


Por consiguiente, quien el domingo no iba al fútbol, a ver al Valencia o al Catarroja, no tenía otra alternativa que ir al cine. Los locales de entonces eran el Progreso, el Faus, el Serrano y, más tarde, el Regio. El domingo por la tarde, todos se llenaban a tope: primero las butacas, después los pasillos laterales, por último el central; todo se ponía a reventar.


El contraste entre todos este cuadro de costumbres y el actual es evidente por donde se mire: los cuatro cines han cerrado, hay decenas de cadenas de televisión siempre en color, muchas de ellas funcionando las 24 horas del día; en las playas las mujeres visten (es un decir) sin traje de baño; hay tantos coches circulando en busca de comer fuera de casa que todos los fines de semana se ofrecen 40 0 50 clientes a las funerarias. Un último contraste: al vicio de fumar se le ponen incontables cortapisas; prohibición, en general, en locales cerrados, en los medios de transportes de pasajeros, en los hospitales; en Norteamérica ha llegado la prohibición a las oficinas y aun a los restaurantes. Pues bien: en esa época de los 55 al 60, mientras un régimen autoritario limitaba libertades hoy toleradas, se permitía que en unos locales totalmente cerrados como los cines, se pudiera fumar a discreción. Sí que es cierto que ninguna mujer fumaba, pero eran escasos los niños que a los 13 o 14 y por el afán infantil de adelantar su hombredad, no se iniciaban en este absurdo vicio. El resultado final era que en todos estos cines los espectadores estaban inmersos en una nube espesa de nicotina capaz de producir más de un mareo.


Expuse este cuadro a mis compañeros de consistorio y el criterio general fue la inutilidad de mi empeño en prohibir este hecho social; otros lo habían intentado y su esfuerzo había sido vano. Lo que yo quería prohibir era inevitable. Quienes así opinaban eran, como yo, fumadores, Al más firme en su oposición a mi propuesta, Antonio Canuto Baixauli. Le dije: Vamos a ver: ¿tú vas alguna vez a los cines de Valencia? Sí. ¿Y fumas? Hombre, no, pero es que allí no fuma nadie. ¿Por qué? Por que está prohibido. Entonces... Solo supo responder: No te empeñes, que no lo conseguirás.


Contando con la colaboración de los empresarios se proyectó en las pantallas, durante un mes, unos avisos de que a partir del mes siguiente quedaba prohibido fumar en el cine; que el incumplimiento sería castigado con multa de 10 pesetas. El primer domingo en que se inició la prohibición se puso un guardia en cada cine. En total fueron sorprendidos 10 ó 12, fumadores empedernidos, no enterados, o rebeldes sin causa. Uno de ellos, Antonio Canuto, el concejal. Antonio fue, desde su nacimiento hasta su muerte un poco o un mucho “buscarruidos”. Lo digo sin malicia, con afecto. Fue compañero en el Ayuntamiento y, aunque no íntimo, buen amigo, al que aprecié y sigo apreciando desde el recuerdo. Posiblemente el hecho de su infracción lo motivase el deseo de ponerme a prueba; jugaba a ponerme dificultades para ver cómo respondía. Era capaz de, teniendo por costumbre no ir al cine los domingos por la tarde, hacerlo ese día para encender el cigarro cuando viera pasar al guardia.


Cuando al día siguiente, me dio cuenta el jefe de los guardias, de las infracciones y multas impuestas, me dijo que a Antonio Canuto no le habían cobrado. Porque no iban a cobrarle una multa a un concejal. ¿Por qué? Pues, porque un concejal no es como los demás. En efecto, tiene usted razón, un concejal es un poco más que los demás, por tanto la multa ha de ser algo más, pongamos 25 pesetas en lugar de 10. Tome usted las 25 pesetas, ingréselas, como las demás en Depositaría, lleve el recibo al señor Canuto y dígale que cada vez que quiera fumar en el cine estoy dispuesto a pagar por él una multa de cuantía doble que la anterior, y que lo aguantaré hasta que pueda; que no se prive de nada.


Me dio cuenta Peiró del resultado de su entrevista. ¿Qué ha dicho? No ha dicho nada. Tampoco me dijo nada a mí cuando nos vimos. Nunca hemos hablado después de esta cuestión. No creo que volviera a fumar en el cine.


La semana siguiente no hubo más que 5 ó 6 multas. Después, sólo una o dos. A partir de la 4ª o 5ª semana, ya nadie fumó en el cine.


No resultó lo difícil que todos creían.



EL PASEO POR LA CARRETERA


En aquellos años, del 55 al 60, en España se inauguró la televisión; los pueblos valencianos, especialmente Catarroja, ayudados por el buen clima, hacían una vida muy nocturna; los labradores, que son la mayor parte de la población, terminado el trabajo, se lavaban, se vestían, cenaban y se iban al bar, al casino o al cine. Sobre las 12 de la noche se retiraban a dormir. Las chicas salían tres días a la semana, martes, jueves y sábado, y siempre si era festivo, a pasear, a ponerse en el escaparate, a mostrar púdicamente sus encantos. Los chicos, paseaban para admirarlas y para iniciar una elección que en tantos casos fue el principio de unas relaciones que terminaban en una bendición eclesiástica seguida del banquete nupcial.


Según contaban, muchos años atrás el paseo se hacía en el andén de la estación (es curioso que el paseo siempre estuviera al lado de una vía de comunicación). Ahora, cuando el pueblo había crecido y la carretera se había convertido en la espina dorsal del casco urbano, se paseaba en esa misma carretera, pero no en las aceras que la limitaban, sino en la misma calzada. Se comprende que cuando circulaba el tranvía de la línea 20, por la acera situada al este, no fuera esa acera lugar cómodo, por el paso frecuente del tranvía. Pero, suprimido el tranvía antes de 1955, el terreno viario se añadió a la acera, que resultó ensanchada y más adecuada para el paseo que la calzada de la carretera donde era constante el paso de vehículos.


Las costumbres no son fáciles de erradicar: mozos y mozas seguían paseando tranquilamente por la calzada mientras los vehículos, incluido el autobús de Catarroja sufrían pacientemente la languidez de paso de la mocedad. Quise poner fin a aquella situación y también encontré en el Consistorio la misma oposición que en lo de los cines, aunque en ninguno de los casos fue unánime. Razón que se me oponía: Siempre se ha paseado por la carretera. Respuesta: los cambios si son prudentes, traen el progreso. Sin cambios, todavía viviríamos en las cavernas.


Fue muy fácil. En los escaparates de los comercios de la carretera y en los cines se pusieron cartelitos en los que se hacía saber que, a partir del día uno, quedaría prohibido el paseo por la calzada de la carretera. Llegada la fecha se puso un guardia paseando por el bordillo de las dos aceras. Ningún paseante lo franqueó. A partir de ahí se paseó ya siempre por las aceras, sin necesidad de guardias, hasta que, poco a poco, el paseo fue decayendo, los jóvenes, ellos y ellas, quedaron en casa por ver la peli de la tele; los cines tuvieron que cerrar, el paseo se acabó y chicos y chicas empezaron sus idilios respirando el aire espeso que es el clima de las discotecas; ese es hoy el inicio de unas relaciones que terminan también en boda y banquete nupcial pero que tantas veces, demasiadas, tienen la segunda parte de la separación y el divorcio.



22 a 25 octubre 2000.


Después de una larga sequía (en todo el verano no cayó en Lucena ni una sola gota) ha estado lloviendo en Catarroja cuatro días seguidos (ninguna interrupción habrá durado más de una hora). Ha sido una lluvia respetuosa, no excesivamente intensa, pero sí extensa; desde Cataluña a Almería todo el litoral de levante ha sido copiosamente regado. Lo de siempre: una borrasca situada en el norte de África, en Marruecos, Túnez, Libia, ha estado enviando vientos de levante, aires húmedos, cálidos por la temperatura del Mediterráneo, que conserva aún el calor solar del verano; sobre la península una temperatura de muchos grados bajo cero en la alta atmósfera; aires cálidos, húmedos, menos densos, que ascienden y se encuentran con temperaturas gélidas. En fin: la gota fría que nos obsequia con doscientos o trescientos litros por metro cuadrado.


El barranco de Chiva, a la altura de Catarroja se ha desbordado. Otra vez agua y barro por la Avenida de la Rambleta. En esta ocasión la cosa no ha llegado a mayores. El jueves, 26, escampado el cielo, he ido a ver el barranco. Esto es lo que creo que ha sucedido: hace dos o tres años se construyó una carretera que discurre por detrás del antiguo motor de las aguas potables, construido por el Alcalde Fernando Ribes. Recuerdo que ese motor fue inaugurado el 3 de enero de 1933. En su fachada al camino vecinal paralelo y lindante hoy con la pista de acceso a Valencia, había tres retratos esmaltados: en el centro el de Alcalá-Zamora, Presidente de la República; a su derecha Alejandro Lerroux, Jefe del Partido Radical, en el que estaba aliado el Autonomista, del que era Presidente local el Alcalde Ribes; a la izquierda Blasco Ibáñez, fallecido en 1928, fundador del Partido Autonomista. Asistieron al acto varias personalidades políticas de Valencia, entre ellas, creo, Sigfrido Blasco, hijo del insigne novelista. Poco tienen que ver estos datos con la lluvia de estos días, pero como lo que estoy escribiendo son recuerdos no está de más ir dejando nota de aquellos que me vengan a la memoria aunque estén fuera de contexto. Yo asistí al acto de inauguración, no como personalidad, claro, sino como curioso espectador de trece años, que son los que tenía.


Esta pista de nuevo acceso a Valencia cruza el barranco de Chiva muy cerca de lo que antiguamente era el ladrillar de Flores. Quienes vayan a verlo hoy, podrán contemplar en el ramal de acceso a la pista, desde la carretera de Albacete, una gran chimenea, que el Ayuntamiento de Catarroja ha tenido el acierto de conservar, como ha hecho también con la del ladrillar de Chapa. Ambas chimeneas son como monolitos que rinden homenaje a una industria que en algunos tiempos fue importante en la economía local. Ambas industrias, auxiliares de la construcción, desaparecieron hace muchos años, pero las tierras circundantes dejaron como recuerdo unos hoyos de considerable extensión, de tres o cuatro metros de altura, efecto de las sacas de tierra arcillosa con la que se fabricaban ladrillos y tejas. Estamos en terrenos contiguos al barranco y al puente de la pista de acceso que lo atraviesa, en lo que era el Racholar de Flores.
Pues, bien: desde este sitio, más bajo que la pista, miramos el puente y vemos que las aguas de esta última avalancha, al pasar por los ojos del puente, vinieron a chocar contra la margen derecha en el sentido del curso de las aguas, o sea vinieron a chocar contra la mota de Catarroja, cuya cima fue disuelta por el agua abriendo la brecha para un desbordamiento que, por fortuna, fue leve. Esas aguas serían las que, después, vinieron por la Avenida de la Rambleta, llegando a penetrar, aunque levemente, en algún establecimiento.


Cosa parecida debió ocurrir debajo del puente viejo, en la carretera de Albacete. También allí la margen derecha parece haber sido desmoronada en su cima, pero también allí el desbordamiento, si existió, fue leve. Por suerte, nada ha tenido que ver todo esto con lo que sufrimos en 1957, de lo que luego trataremos.


Este puente de la vieja carretera se construyó sobre unos muros de mampostería alineados no en sentido longitudinal a la corriente de las aguas, sino perpendiculares a la carretera, de forma que cuando las aguas de las torrenteras cruzan los ojos del puente, los muros laterales las dirigen hacia la margen izquierda, o sea contra Masanasa. Nuestros vecinos, para defenderse del ataque, han construido su muro propio: una buena y alta fortificación contra la que chocan oblicuamente las aguas que, rechazadas, tienden hacia la margen opuesta, la de Catarroja. Esta vez el desbordamiento habrá sido mínimo, pero en este tramo y en el que antes hemos señalado en el Ladrillar de Flores, el peligro potencial podrá ser algún día real y mayúsculo.


Todo esto me trae a la memoria la inundación de octubre de 1957, en que me tocó ser Alcalde. Esa situación de la borrasca, el viento de levante y la gota fría, ya descritas, se dio entonces, no durante tres o cuatro días, sino desde principios de octubre hasta el día 14. Quince días de lluvia, no incesante como ahora, sino con intervalos. Mañanas soleadas y claras eran preludio de tardes tempestuosas; un día seco daba paso a otro en que llovía a cántaros; la borrasca que parecía disolverse, de pronto se reforzaba. Hubo en ese período una epidemia de gripe, que no respetó ni a los Alcaldes. Sobre el día 10 u 11, desistí levantarme de la cama, como hacía cada mañana; fiebre alta, estornudos, dolores musculares: el trancazo. En las horas de vigilia, oía la furia inmisericorde de la lluvia; en las de sueño, el bombardeo de los truenos.


El día 14 por la mañana, vino a verme Andrés Sandemetrio, primer Teniente de Alcalde, que estaba actuando. Me dijo que el Alcalde de Valencia, el Marqués del Turia, nos había pedido que le enviásemos cuantas barcas pudiéramos porque el Turia se había desbordado y las aguas llegaban al centro de la ciudad. Necesitaban barcas para poder ir por la calle de las Barcas. Me dijo Sandemetrio que el barranco venía muy crecido y que había dispuesto el cierre de las escuelas. Le manifesté mi deseo de levantarme y me recomendó que no lo hiciera, que varios Concejales estaban con él en el Ayuntamiento, y que harían lo que fuera menester.


Las noticias que recogía mi mujer en la calle, y que me transmitía, eran que la situación empeoraba, que las aguas del barranco crecían. Serían más de las doce cuando me pareció que no tenía derecho a estar en la cama aunque tuviera 40 de fiebre, me levante, me vestí, todo en contra de mi consorte y salí a la calle. Allí estaba Juan Antonio Olmos, marido de Amparín Navarro, vecino, amigo y primo por afinidad, quien me dijo que, según sus noticias, si el barranco no se había desbordado, poco le faltaría. Nos fuimos por la calle de la Iglesia a la plaza del Mercado y allí nos cruzamos con Batiste “Buidaolles” (no recuerdo su apellido). ¿Dónde vas, Emilio? A ver el barranco, que dicen que está a punto de salirse. No, se ha salido ya. Ven y verás el agua. Nos asomamos para ver la calle de Sanjurjo, en la que después se abriría el Cine Regio, que va desde la plaza del Mercado a la calle de Gómez Ferrer. En efecto, el agua venía ya hacia nosotros. Recuerdo las palabras de Batiste, cortas como suelen ser las de la gente del campo: No hi ha res que fer, Emilio, anarsen a casa y esperar que pase.


Las aguas se habían desbordado por varios sitios: más abajo del casco urbano de Paiporta, en una zona llamada San Chochim (¿San Joaquín?); por el ladrillar de Flores, de que hemos tratado; entre el puente de la carretera de Albacete y la línea del ferrocarril. Las que mayores daños produjeron fueron las procedentes de San Chochim y Ladrillar de Flores. Todas esta agua confluyeron en la rambleta, en lo que hoy es la Avenida y que entonces eran solamente unas fincas aisladas, posiblemente una sola terminada y habitada, la construida por José Ramón Ferrís, situada entre Palucie y la calle del Empastre; el resto eran fincas en construcción, pocas, y la mayor parte del terreno, solares. Circuló parte de la corriente por la calle de Palucié hasta llegar a la carretera, donde se encontró con la que venía por la carretera en dirección a Albal. En el cuadro de las cuatro esquinas que forman la calle Nueva y la de Palucie con la carretera, el encuentro de las dos corrientes formaba como un promontorio, a partir del cual se dirigían hacia la Florida. Por la calle Nueva y la calle Larga, el nivel subió hasta la altura de la calle de las Moreras. Por allí discurre, soterrada, un brazo de la acequia de Favara, que viene desde la calle de Joaquín Olmos, a espaldas del Banco Central, pasa por la calle hoy de la Constitución, donde está el horno de Molinos, por la calle Nueva, frente a la de Moreras y luego por la plaza del mercado viejo, oficialmente Plaza de Miguel Peris. Toda esta acequia marca una cima más alta que las tierras colindantes a ambas partes. Esto hizo que las tierras que subían de nivel desde la carretera, al llegar a la cima y superarla, discurrieran ligeras hacia abajo, por lo que las casas situadas al este de la acequia se libraron de la inundación, no así las del oeste. En la calle Mayor, por ejemplo, las aguas subieron hasta la plaza de Miguel Peris, por lo que todas las casas de la calle, unas más y otras menos, fueron inundadas. En la calle quedó una barca, posiblemente de las destinadas a Valencia. Cogí mi máquina y saqué una fotografía, que debo conservar, revuelta con otras, en alguna vieja caja de zapatos. Al igual que en Venecia, entre dos fachadas de edificios, flotaba no una góndola, pero sí una barca de pescador de la Albufera. Pensé que pasado el desastre podría escribir un relato de lo ocurrido en todos aquellos días, relato que tendría por título “Una barca en la calle Mayor”. No lo hice entonces, y he de hacerlo hoy, cuarenta y tres años después, cuando la agilidad mental ha devenido en torpeza, cuando tantas vivencias se han marchitado, cuando los recuerdos se han vuelto difusos. No obstante, como la Providencia o la Naturaleza, me obsequió, a falta de otras dotes, con una buena memoria, me serviré de la que me queda para ir relatando algunos hechos aislados, que no serán un relato ordenado de aquel acontecimiento, sino anécdotas algo ilustrativas de lo que ocurrió.


Lo primero que pudimos ver, aquella misma tarde cuando las aguas bajaron, ya anocheciendo, es que un autobús de alguna línea cercana, no de la de Catarroja-Valencia, había quedado en la carretera, a la altura de lo que era Farmacia de Gómez, a pocos metros de la desembocadura de la calle Mayor. Los pasajeros fueron “pescados” desde un balcón, posiblemente el del edificio en cuyo bajo estaba la farmacia. En más de una ocasión vi la fotografía del autobús, tomando el baño, afortunadamente sin pasajeros.


Cuando llegamos a la fuente de la Rambleta vimos el punto máximo del desastre: las aguas habían llegado a una altura de 1´70 o 1´80 metros.

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