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domingo, 7 de febrero de 2010

8.- 15 y 16 DE SEPTIEMBRE DE 1936

La noche del 15 Septiembre 1936 uno de los milicianos de mi pueblo vino a nuestra casa a decirle a mi padre que fuera a la C.N.T. donde le entregarían una carta que se había recibido para él. El aviso obligaba a la sospecha; si así era ¿por qué no la había traído el propio miliciano? Fuimos a recoger la carta mi hermano Angel y yo y, antes de entrar en el local de la CNT, vimos sentados a dos anarquistas de Catarroja, que eran los que el 11 de julio habían encabezado el grupo de los que fueron a amenazar de muerte a mi padre si aquella misma noche no se iba del pueblo. Los dos hermanos nos lanzamos a correr hacia nuestra casa para decirle a nuestro padre: Allí está Fulano. La presencia de aquellos dos señores no ofrecía ninguna duda: no podían estar en Lucena con otro fin que no fuera el de matar a mi padre.



La casita en que nosotros vivíamos, heredada por mi abuelo de una tía suya, estaba pegada a una roca muy alta en cuya cima estuvo asentado en tiempo antiguo el Castillo de los Duques de Híjar, señores feudales de Lucena; es decir, que no tenía salida por detrás; por tanto, si alguien venía por mi padre para asesinarle como ya habían hecho con su hijo Luís, o por alguno de los que quedábamos, no tendríamos huida posible por no tener otra puerta de acceso que la de la fachada. Enfrente de nuestra casita había otra, propiedad de quien era el jefe de la derecha, que tenía, además de la puerta de acceso por la calle, otra de salida por un corral, que daba al monte. Entre la puerta de entrada por la calle y la de salida al monte por el corral, había dos o tres plantas de desnivel, lo que es muy corriente en los pueblos que se edifican en terrenos muy montañosos, como es el caso de Lucena. Esta casa, enfrente de la nuestra, estaba desocupada y mi padre, viendo que tenía condiciones para poder escapar si venían por él, le pidió a su dueño el favor de que le dejara las llaves para poner allí nuestras camas y dormir en su casa. El propietario que conocía la persecución de que era objeto mi familia, especialmente mi padre, situación que él también sufría (fue también asesinado con posterioridad a mi padre) nos dio las llaves. Estábamos durante el día en nuestra casita y por la noche en la casa de enfrente, donde dormíamos.



Al volver de la CNT Angel y yo, vistos los dos visitantes de Catarroja, y decírselo a nuestro padre, emprendimos la huida mi padre y los tres hijos, descendiendo con toda la rapidez que podíamos las dos o tres plantas que nos separaban de la puerta de salida al monte. En esa huida apresurada, Angel que iba delante de mí, se vuelve para decirme: ¿Y Juan? Le respondo ¿No va davant? No, davant de mí va el pare. Vuelvo atrás, subiendo escaleras, para recoger a mi hermano Juan, que suponíamos rezagado (luego sabría que, contrariamente, iba el primero, sin que Angel lo viera) y al salir a la calle para entrar en nuestra casita me encuentro con el miliciano: ¿Dónde está tu padre? Le respondo: Ahí delante (señalando nuestra casita) Entra y al ver a mi madre le pregunta ¿Dónde está su marido? Arriba, le contesta mi madre. Registra toda la casa y, naturalmente, no le encuentra. Mientras, mi padre y mis dos hermanos, habían podido escapar. El miliciano se percató de lo que había ocurrido, vio que le habíamos engañado y nos condujo, a mi madre y a mí, detenidos a la CNT.



Pasados unos minutos nos suben a una habitación de una planta superior del edificio y se presenta ante nosotros uno de los dos anarquistas de Catarroja. Entre este señor y yo se estableció un diálogo que pudo durar, como mínimo, tres horas, durante las cuales el tema principal era que dijera yo donde habían ido a esconderse mi padre y mis dos hermanos, y mi contestación, invariable, de que no lo sabía. ¿Cómo no vas a saberlo, si tú ibas con ellos? Sí, nos íbamos al monte, huyendo de usted. ¿Le parece poco motivo para huir, donde sea? No lo podía creer; yo tenía que saber donde estaba mi padre y, si no lo decía, me matarían a mí y a mi padre después, cuando lo encontraran, que lo encontrarían. Se me quedó grabada para siempre la expresión y el gesto: Con esta pistola he matado yo a varios fascistas y con esta pistola “mataré yo a ton pare y a tú si no me dius aon está”, y al decirlo, y por si alguna duda había, acariciaba con su mano derecha la pistola que llevaba al cinto. Variaciones sobre el tema hubo muchas en un diálogo tan largo; algunas no se me han podido olvidar, a pesar del paso de tantos años. ¿Pues no dicen los ideales de ustedes, los anarquistas, que la vida es inviolable para todos? Sí, pero para tu padre no. Eso lo dirá usted, no los ideales. Sí, eso lo digo yo que mataré a tu padre y a ti... En otra ocasión: No lo entiendo; ustedes, los anarquistas, no admiten el principio de autoridad, no aceptan que nadie mande sobre otro, exigen la plena libertad del individuo, no toleran el derecho a la propiedad; pero viene una situación como ésta, toman ustedes el mando, y se apoderan de todo, no respetan vidas ni haciendas. ¿Hay alguna tiranía superior a esa? Me dijo que si ellos mataban era porque en la otra zona los asesinos fascistas mataban a los obreros. Pues harán lo mismo que hacen ustedes y también ellos dirán que matan porque ustedes matan. Lo que no entiendo es por qué ellos son asesinos y ustedes no, si hacen lo mismo.



Toda la conversación fue por esos cauces. Una de las veces, al volver al estribillo de que con aquella pistola había matado a muchos y con ella mataría a mi padre, que lo encontrarían, y a mí si no decía donde estaba, (tocando siempre la pistola con su mano diestra), le dije: Tenga usted en cuenta que con otra pistola o con otra arma le pueden matar a usted. ¿A mí quien, por qué? El porqué está muy claro; si usted mata a personas que no han matado a nadie ¿por qué no le pueden matar a usted que habrá matado a unos cuantos inocentes? En cuanto a quien le puede matar tampoco hay duda; si los fascistas, según usted, matan inocentes ¿qué no harán con usted, si ganan la guerra?; ¿Cómo? los fascistas no pueden ganar. Le repliqué: De momento son ellos los que van avanzando, no ustedes.



Llegados a este punto, no quiso aguantar más. Mira, hemos terminado; diez minutos te doy para que digas donde está tu padre. Si no lo dices te sacamos al monte y te matamos. A los tres o cuatro milicianos que tenía al lado les ordenó, terminante: Prepareu les escopetes; açò s’ha acabat. Me levanté y le dije: No hace falta que pasen los diez minutos; vamos. No se levantó. Mire: yo no sé donde está mi padre, no sé cuantas veces lo he dicho, luego si no lo sé no puedo decirlo, pero le diré más: si lo supiera no lo diría; si usted cree que va a asustarme porque dice que me matará, se equivoca; han asesinado a mi hermano Luís, matarán a mi padre cuando lo cojan ¿cree usted que yo tengo ganas de vivir? Es posible que si supiera donde está mi padre, al ver las escopetas y su pistola apuntándome, me venciera el miedo y lo dijera, no lo creo, pero es posible; como no lo sé, aunque lo quiera decir no podré; así es que no perdamos más tiempo y vámonos; se quedará usted sin saber donde está mi padre, matará usted a un inocente más, pero tampoco eso tiene gran importancia en usted que, según dice, ya ha matado a varios.



Debió de quedar convencido de que yo no sabía donde estaba mi padre porque no se levantó, no volvió a repetir aquello de “con esta pistola...” y al poco rato, sin pronunciar palabra se levantó y salió de la habitación. No le volvería a ver hasta casi tres años después, según expresaré al terminar este relato.



Los de la escopeta, que eran de la CNT de mi pueblo, me propusieron salir conmigo al monte y que yo llamara a mi padre. Me decían que los de Catarroja ya se habían ido; que si mi padre acudía, ellos no le matarían, que le llevarían al Tribunal Popular de Castellón para que fuera juzgado. Salí al monte con ellos para hacerles creer que yo decía verdad al negar que supiera donde estaba mi padre. Grité, como ellos me pedían ¡Pare! ¡Pare! Sabía que mi padre estaba a unos cuantos kilómetros de allí y no podía oírme. Grita más fuerte, y yo ¡Pare! ¡Pare! Cuando se convencieron de que mi padre no acudía, volvimos al pueblo y me dijeron que si mi padre se ponía en contacto conmigo le dijera lo del Tribunal Popular.



A la mañana siguiente, antes de clarear, me fui para contarle a mi padre lo ocurrido. Salí al monte y me fui por un camino que no era el que llevaba al lugar en que mi padre y mis dos hermanos tenían que estar. Lo hice así por si me seguían para capturar a mi padre. Cuando me aseguré de que nadie me seguía me dirigí hacia la choza que previamente teníamos convenida, que era la cubierta en un bancal donde un pariente de mi madre dejaba el mulo cuando iba a trabajar aquella tierra. Allí, mi padre y mis dos hermanos habían pasado la noche sin pegar un ojo.



Le expliqué a mi padre todo lo ocurrido y la promesa de los de Lucena. Mi padre no tenía donde poder ir ni medios para esconderse y subsistir. Dijo que a él un Tribunal no tenía por qué condenarle. Se presentó en la CNT de Lucena donde nos dijeron que lo llevarían a Castellón. Nos engañaron. Lo dejaron en la CNT de Alcora donde tenían su cuartel general “Los 9 Inseparables”, que era la cuadrilla que ejecutaba los asesinatos en toda aquella zona. Estos Inseparables eran unos jóvenes, de 25 a 30 años, que hablaban catalán, aunque es posible que no fueran catalanes de nacimiento. Así como los emigrantes de Teruel han tendido siempre a inclinarse, en su mayoría, por Valencia, los de aquella comarca de mi pueblo y los colindantes han preferido siempre emigrar a Barcelona; casi todos ellos, cuando vuelven hablan catalán; no es más que una prueba de falta de personalidad y de servilismo; los hay que a los quince días ya intentan hablar como catalanes nativos. Es posible que la mayoría de estos Inseparables tuvieran ese origen. Disponían de varios coches, naturalmente decomisados a los fascistas, en los que cargaban a las inocentes víctimas que después asesinaban y dejaban en los campos lindantes con las carreteras en aquello que se llamó la “ley de la cuneta”.



Entregado mi padre a la CNT de Alcora para que lo ejecutaran los Inseparables, comunicaron a Catarroja que mi padre se había presentado y que ya estaban en disposición de ejecutarlo. Desde aquí ordenaron que, además de mi padre, mataran también al hijo que la noche anterior se había enfrentado con el jerarca de Catarroja. Serían sobre las tres de la tarde, vinieron a avisarme para que fuera a la CNT. Fuimos mi hermano Angel y yo. Un miliciano de Alcora me dijo que iban a celebrar el juicio para juzgar a mi padre, en Alcora, y que yo tenía que declarar como testigo. Pero ¿cómo? ¿Mi padre no está en el Tribunal Popular de Castellón? No, tu padre está en Alcora, tenemos que juzgarle allí, y tú tienes que declarar como testigo.



Todo quedaba muy claro: nos habían engañado, a mi padre iban a asesinarle Los Inseparables y a mí también. La reacción de mi hermano Angel, que me había acompañado, la explico en la Carta Abierta que escribí el día de su entierro. No voy a repetirla. En aquel momento vi en la plaza al jefe de milicias de la CNT de Lucena. Este, que se llamaba Emilio, como yo, era uno de los emigrantes a Barcelona. Militante activo de la CNT catalana, había formado parte de la expedición que en los primeros días del Alzamiento, desembarcó en Mallorca al mando del Capitán Bayo. Fueron rechazados y Emilio se vino a Lucena, donde había nacido, para convertirse en jefe de las milicias de la CNT. Era, dicho sea de paso, de los pocos que seguían hablando en valenciano, no en catalán. Era un excelente jugador de pelota, juego que allí se hacía en la calle; no había trinquete; nadie podía con él. Como yo en mi infancia me había iniciado en ese deporte, por la proximidad de mi casa al trinquete Moderno, me enfrenté con Emilio, no mano a mano, sino otro muchacho y yo, los dos contra Emilio. La partida estaba muy reñida y todos los domingos jugábamos ante la expectación de la gente del pueblo y de los masoveros. Explico todos estos detalles para que se vea que entre el jefe de las milicias de la CNT y yo había una relación deportiva y amistosa. La noche anterior, durante las tres horas de mi enfrentamiento verbal con el personaje de Catarroja, Emilio estuvo muchos ratos presente, saliendo de vez en cuando para volver al poco tiempo; en toda la noche no pronunció palabra; yo atribuí esa presencia intermitente suya al afecto que pudiera sentir por mí.



Al verle yo en la plaza cuando el miliciano de Alcora me pedía que subiera en su coche, me dirigí a Emilio para decirle lo que había. Le dije que iban a matarme y le pedí que cogiera su coche y me acompañara. Me contestó que él no podía hacerme nada. Si vienes tú, por lo menos no me matarán antes de llegar a Alcora. Está bien, iré.



Subí en el coche del miliciano de Alcora, desde el cual volvía de vez en cuando la cabeza para ver si Emilio nos seguía. En efecto, detrás de nosotros, pegado a rueda, iba Emilio. Llegamos a Alcora, bajamos del coche, entramos en un edificio que yo no conocía, me subieron a la primera planta, abrieron una celda, me metieron dentro y cerraron la puerta. Habrían pasado un par de minutos cuando oí la puesta en marcha de un coche. Hoy, con tanto coche en todos los sitios, aquel arranque de un motor no hubiera significado nada; entonces la conclusión era de pura lógica: Emilio que se va. Enseguida, la tos de mi padre. Como fumador recalcitrante que era, tosía bastante; su tos me era muy conocida. No estaba en una celda contigua a la mía, pero tampoco muy alejada. Aquello era el fin de los dos: mi padre y yo íbamos a morir juntos.



Pasé la tarde dando pasos por la celda o pequeña habitación, sin tener la más mínima esperanza de que pudiera salvar mi vida. Recuerdo perfectamente mi estado de ánimo: no estaba nervioso, estaba triste. Pensaba, sobre todo, en mi madre. Al matar a mi hermano mayor mi madre quiso darnos ánimos a los demás, pero yo la oía, a veces, llorar silenciosamente en cualquier rincón de la casa: era el hijo mayor, el primero. Yo sabía del afecto de mi madre por mí, que era el último, el pequeño. Tuvo mi madre, entre sus muchas desgracias, la de no tener una hija que le ayudase en las tareas de la casa. Cinco hombres y una casa grande en Catarroja, para ella sola, sin criada ni fija ni a horas. Yo, el pequeño, le hacía de niña. Emilio, pélame esas patatas. Así no, que se pierde mucha patata; la piel hay que sacarla todo lo fina que se pueda. Emilio, vete a la tienda y cómprame tal cosa. Y allí iba Emilio, que era un niño dócil, al que sólo le disgustaba sujetar las piernas de los conejos o las gallinas para que su madre las degollara. En todo lo demás, disfrutaba de ayudar a su madre, aquella mujer que, sin fiestas, sin viajes, sin diversiones, se pasaba un día y otro trabajando, sin un momento de descanso: en la cocina, barriendo, arrastrándose por el piso para lavarlo, zurciendo, planchando, lavando a mano, como se hacía entonces, tanta ropa como ensuciaban cinco hombres. Yo era “el xiquet” que es siempre el último de los hermanos. ¿Cómo recibiría mi madre la muerte de su Emilio, del “xiquet” querido? Pensaba que unas horas antes Angel y yo habíamos salido juntos hacia la plaza, porque a mí me habían llamado para que fuera a la CNT y que al volver a casa sólo Angel, llorando de rabia, mi madre le habría preguntado, alarmada: ¿Y Emilio? Y que Angel le habría respondido con desesperación: A los dos les matarán, al padre y a Emilio, a los dos. Más que mi propia muerte, me entristecía el dolor de mi madre.



Pensaba también en mi padre, que de vez en cuando tosía: desde el momento en que le dejaron en Alcora, cuartel general de Los 9 Inseparables, en lugar de llevarle al Tribunal Popular de Castellón, como a mí me habían prometido, tuvo que darse cuenta de que no iba a ser juzgado, de que ya estaba condenado a morir. A los pocos días de haber sido asesinado su hijo mayor, a los diez días de tener conocimiento de aquella muerte que le había causado el mayor dolor de su vida, se vería él frente a su propia muerte. Y en ese momento iba a tener la sorpresa de que no iba a morir solo, sino junto al hijo pequeño al que tantas veces había denominado “el benjamín de la familia”.



Meditando sobre todo esto y pensando, resignadamente, que iba a morir a los dieciséis y seis años y medio, se abrió la puerta y entró un miliciano. Era joven: podía tener dos o tres años más que yo. Me sometió a un interrogatorio: cuando le dije que trabajaba en el Juzgado con mi padre, soltó unos cuantos insultos sobre los juzgados y quienes vivían de eso; al decirle que no era de ningún partido y que sólo pertenecía a una sociedad apolítica A B C, exclamó furibundo: ¿A B C? Esos son unos criminales fascistas. Confundía A B C sociedad con A B C diario de derechas. No quise sacarle del error ¿Qué más daba? Para aquel pobre energúmeno el abecedario sería una invención fascista. Se fue echando chispas y cerró la puerta.



Ya muy anochecido entró otro miliciano, éste más amable. ¿Quieres algo para cenar? No ¿para qué? Pensé: si me vais a matar dentro de unas horas ¿de qué me va a servir esa cena? Añadió amablemente: Nosotros vamos a cenar, por si tú quieres también. Como por su gesto y el tono de su voz parecía sentir alguna lástima por mí, no quise ser desagradecido. Bien, cenaré. ¿Qué quieres cenar? Me es igual, cualquier cosa. No, lo que tú digas. Pues mira, lo que tú cenes. Se fue.
Debía de haber pasado más de una hora cuando se abrió de nuevo la puerta. Entró el miliciano que me había ofrecido la cena. No traía nada en las manos. Detrás de él, uno, dos, tres de los Inseparables, bien dotados de cazadoras, de correajes, de pistolas. Hasta aquí hemos llegado, fin de la película, me dije, pero ¡sorpresa! ¿esto qué es?, detrás de los tres Inseparables, último de la comitiva, Emilio, el pelotari contrincante, el jefe de las milicias de la CNT de Lucena. Quien me había acompañado desde Lucena a Alcora, después de decirme que nada podía hacer en mi favor, el que yo creía vuelto a Lucena después del acompañamiento, estaba allí. Emilio no podía estar presente para intervenir en mi muerte. ¿Qué pasaba?



Uno de los Inseparables me preguntó: ¿Qué le dijiste ayer a nuestro compañero de Catarroja? Muchas cosas, le respondí, Emilio estaba delante, él las podrá contar. Ya las sabemos; tú eres un niño y no sabes del mundo lo suficiente para saber lo grandioso que es lo que estamos haciendo los libertarios. Cuando seas mayor...



En fin, un sermón; me aseguraron que cuando fuera un hombre y no un niño me daría cuenta de cuanto les debía a quienes, como ellos, mediante la limpieza que estaban haciendo, habrían conseguido que todos los hombres fueran para siempre libres; que la revolución haría que todos fuéramos iguales; que los fascistas, etc. etc. Al final de la plática me dijeron: Márchate a Lucena con Emilio, a él le debes la vida. Les pedí que me dejaran despedirme de mi padre. Tu padre ya está muerto. No, no, le oigo toser toda la tarde. Repitieron que ya había muerto. En aquel momento se oyó su tos. Ese es mi padre. Uno de ellos me dijo: Bien, tu padre morirá esta noche; no sabe que estás aquí; ¿qué ganas con verle y qué gana él? Me parecieron aquellas palabras en aquel momento y me han parecido siempre lo más humano de todo aquel episodio.


Me fui con Emilio a Lucena, en su coche. Lo que ocurrió al llegar a casa lo relato en la “Carta abierta a mi hermano”. Estaría de sobra repetirlo aquí. Unas horas después Los 9 Inseparables, se llevaron a todos cuantos tenían presos en aquel edificio del que yo había salido y les dieron muerte donde habitualmente solían hacerlo: en unos campos con algarrobos lindantes con la carretera de Alcora a Castellón al lado de la cola del pantano de María Cristina, término municipal de San Juan de Moró, lindante con Villafamés. Entre los cadáveres estaba el de mi padre. Fueron enterrados en una fosa común en el cementerio de San Juan de Moró. Terminada la guerra, el Ayuntamiento hizo pública la apertura de la fosa, señalando un día de domingo, para que los respectivos familiares pudieran identificar y hacerse cargo de los restos de sus deudos. Mi hermano Angel asistió al acto; eran incontables los cadáveres enterrados; no pudo identificar el de nuestro padre.



A partir de los años 1950 el Estado español inició los planes de viviendas protegidas; empezó la política de promoción del turismo; desde entonces se han construido en España millones de viviendas, lo que ha hecho que en toda aquella zona haya surgido la gran riqueza de la producción azulejera española. Aquellos anarquistas cuyo ideario era el de hacer a todos los hombres iguales y libres, no hicieron más que asesinar a personas inocentes y dejar los cadáveres en aquellos terrenos sobre los que otros hombres que no sentían aquellos ideales, que no mataron a nadie, que querían vivir y dejar vivir, que no eran anarquistas, muchos de ellos trabajadores del azulejo que se asociaron para convertirse en empresarios, levantaron la gran industria del azulejo español, que ha convertido a nuestro país en el segundo exportador mundial de azulejos, que ha hecho que en la provincia de Castellón se fabrique el 90 por 100 del azulejo español, que la población de aquella zona esté en lo más alto de la renta per cápita de la comunidad valenciana y que tantos y tantos masoveros que malvivían alejados de los pueblos, sin luz eléctrica, sin agua potable, con todas las privaciones de una vida primitiva, se hayan integrado en la sociedad industrial que les permite disponer de lo que nunca pudieron soñar tener a su alcance.



En aquel campo con algarrobos, sembrado de cadáveres tantas veces por los libertarios, donde tantos hombres, entre ellos mi padre, fueron inmolados, se levanta hoy una moderna y gran fábrica de azulejos. Eso sí que ha sido una revolución.



A los tres años de la muerte de mi padre, el 11 de mayo de 1939, cuarenta días después de haber terminado la guerra, me dieron el alta en el Hospital de Orense por las graves heridas que había sufrido el 19 de enero anterior. Me concedieron un mes o dos de convalecencia que pasé con mi madre en Lucena. Mi hermano Angel en servicio militar en el cuartel de automovilismo, Juan en Catarroja intentando, entre otras cosas, recuperar los muebles de nuestra casa, que se habían llevado los de la CNT. Sólo pudimos encontrar la mesa del comedor y unas sillas. Yo tenía que reincorporarme al Ejército. Vine a Catarroja y me encontré con la circunstancia de que unos días antes había sido descubierto en Godelleta el escondrijo en que se ocultaba el anarquista que había perseguido a mi padre hasta su muerte. Estaba detenido en una habitación o sala del entonces huerto de Vivanco. Fui a verle. Al entrar allí me acompañaron tres o cuatro vecinos del pueblo. Todos sabían la intervención que el preso había tenido en parte de la tragedia de mi familia. Aquel individuo ofrecía un estado realmente lamentable; su piel visible estaba llena de hematomas. Claramente se advertía que se habían divertido con él. Al cogerle el brazo, respondió con un ¡ay! lastimero. Le solté. Los presentes me ofrecieron una especie de látigo o vergajo con el que, por lo visto, se habían ejercitado todos. Lo rechacé. Le dije: Soy el hijo de Porcar, el que tenía usted que matar con aquella pistola que llevaba en la cintura; no le mató usted, le mataron otros por encargo suyo; también ordenó que me mataran a mí pero ahí, ya ve usted, no se salió con la suya. Me contestó que no sabía de qué le hablaba. Haga usted memoria, hombre. ¿Cuántas veces me dijo que con su pistola mataría a mi padre y a mí si no decía donde estaba? Yo de eso no sé nada, volvió a decir. Sea usted más hombre, por favor. ¿Recuerda que le dije: Con otra pistola o con otra arma le pueden matar a usted si pierden la guerra? Ve usted, ya estamos ahí. Recuerde, hombre, el 15 de septiembre de 1936, en mi pueblo, Lucena. Yo nunca he estado en Lucena, ni sé donde está. Quedé sorprendido por la falta de hombría de aquel sujeto. Le habían molido a golpes, con toda seguridad, otros menos motivados que yo, que era posiblemente el único que no le había pegado. Si me hubiera dicho: Mira, chico, perdona el mal que os hice, la guerra nos volvió locos, si me hubiera dicho eso es posible que hubiera sentido lástima por él, porque su estado era realmente lastimoso. Recordé la imagen de aquel individuo (“Con esta pistola he matado varios fascistas, con esta pistola mataré a tu padre cuando lo cojamos, que lo cogeremos, con esta pistola te mataré a ti esta noche si no me dices donde está”) recordé aquella imagen de tirano, dueño de vidas ajenas, condenadas a morir sin más juicio que el de la libre voluntad del ejecutor, que amenazaba de muerte segura e inmediata si no decía donde podía ser cogido su padre para asesinarle, a un chico de dieciséis años, casi un niño, con las mejillas húmedas aún por la muerte de su hermano, asesinado unos días antes, un niño que no se humilló pidiéndole clemencia que, sin temer a la muerte, sin temblar, serenamente, le aceptó el envite. Comparé esa imagen de implacable todopoderoso, acariciando su pistola, pavoneando con alardes de matón, con la que ofrecía en este otro momento, en que pudo aceptar con gallardía un castigo merecido por lo que había hecho, que siempre sería inferior al infligido por él a quienes no lo merecían, o mostrar arrepentimiento por la muerte de sus víctimas y el dolor de sus familiares; - en cualquiera de las dos actitudes hubiera mostrado alguna dignidad - pero no: adoptó la más innoble, la de negarlo todo, no la de la gallardía ni la del arrepentimiento: la de la cobardía, una cobardía estéril, torpe y suicida porque con ella no hacía más que estimular un ensañamiento que hubiera estado más que justificado. Nuevo ofrecimiento del látigo, esperando que ahora sí que lo usaría. Nuevo rechazo. Toda mi venganza fue decirle: Com canvia el temps a les persones; hi ha que vore; en lo valent que era vosté no fa més que tres anys quant matava als que no podíen defendres.



He contado esto alguna vez, pocas, porque me resulta desagradable. Algún oyente me ha dicho al final: ¿Y tú no te vengaste pegándole hasta desahogarte? Siempre he respondido: No, nunca le he pegado a nadie y me alegra que haya sido así, pero jamás le pegaría, por muchos motivos que tuviera, a alguien que no pudiera defenderse.



Unos años después, celebrado Consejo de guerra, aquel señor fue condenado a pena de muerte y fusilado, creo que en Paterna. Fueron varios los vecinos de Catarroja que asistieron a aquellos dos actos, el del juicio y el fusilamiento, de los que me enteré previamente porque fueron de conocimiento público. Más de uno me manifestó su extrañeza por el hecho de que yo no asistiera a ninguno de ellos.

                                 José Porcar Peña (Padre de Emilio Porcar LLiberós)

                          Emilia Lliberós Nebot (Madre de Emilio Porcar LLiberós)

                                                              Juan Porcar LLiberós

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