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domingo, 7 de febrero de 2010

20.- DON JAIME VIDAL BESTUGUER

Dos eran, en mi opinión, las características de este Maestro Nacional: una apreciable inteligencia y una enorme timidez. De ambas trataremos.


La inteligencia es un concepto de difícil definición: se habla ahora de la inteligencia emocional, que es distinta a la inteligencia pura. Hay hombres (y mujeres, claro, sigamos por una vez la moda) que muestran una inteligencia media y que consiguen en la vida éxitos notables. Otros, con inteligencia notable, acaban en la cárcel o en la miseria. Es porque, junto a la inteligencia hay otras cualidades como la constancia en el trabajo, el esfuerzo, la sensatez, la prudencia o la decisión, la honradez, que cuentan tanto o más que la inteligencia en el éxito o el fracaso.


Dos personajes de la actualidad son ejemplo claro de lo que intentamos decir: Mario Conde y Juan Abelló. Ambos partieron juntos en una carrera para llegar, al final, a una meta distinta. Mario Conde era la superinteligencia; estudiante de derecho en Deusto pasaba el año alternando el estudio con el cortejo a las chicas, brillando como estrella en los guateques, para encerrarse en el cuarto un mes antes de los exámenes y sacar en todas las asignaturas Matrícula de honor. Terminada la carrera se presentó a la primera oposición difícil: Abogados del Estado. Sacó el número uno a los 21 o 22 años. Se metió en el mundo de los negocios con Juan Abelló, cuya inteligencia parecía mediocre y sobre los 35 años accedía a la presidencia de Banesto, que había sido el primer banco español, llevando de su mano a Juan Abelló hasta la vicepresidencia. Parecía que éste, sin méritos propios, era el beneficiario de un dúo en el que Conde era el divo y Abelló el acompañamiento. Pues no. Goethe, el filósofo alemán, había dicho que el secreto del genio era saber parar a tiempo. Un buen día, Abelló se separó de Conde, se apeó del vehículo que, conducido por el genio de Conde, fue a estrellarse en la cárcel. Abelló es hoy uno de los hombres más ricos de España, según dicen el mayor terrateniente. Conde tiene que implorar que le dejen cinco días en libertad para poder asistir a la boda de su hija.


¿Es que don Jaime Vidal, persona inteligente, tuvo deslices, como Mario Conde, que le impidieron alcanzar cotas más altas asequibles a su inteligencia? ¿Es que no supo parar a tiempo? No, todo lo contrario; es que don Jaime, al revés, tenía un freno permanente que no le permitía avanzar: el freno de su invencible timidez.


De don Jaime oí yo opiniones muy interesantes, inasequibles a personas de inteligencia mediocre. Voy a citar una, como muestra: “La Iglesia nos dice que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza; fue al revés, es el hombre el que ha creado un Dios a imagen y semejanza del propio hombre “ Amplió la idea: el nuestro es el Dios del perdón y de la misericordia, sentimientos nobles del ser humano, pero es también el Dios de la ira, sentimiento igualmente humano, es un Dios que impone penas imprescriptibles, condenas no solo para toda la vida sino para la eternidad. En cuanto a lo del Dios todopoderoso ¿hay algo más humano que el deseo del hombre de acumular poder?


No digo que estemos ante una verdad irrebatible. En la cuestión religiosa no creo ciegamente en las verdades absolutas. Pienso, digamos lo que digamos, que casi todos flotamos en la duda, pero lo que me dijo don Jaime me pareció tan nuevo, tan interesante, tan digno de meditación que pensé que esa no podía ser idea suya, que sería de algún pensador, de algún filósofo; que yo consideraba como novedad lo que era simplemente mi desconocimiento y que un día tenía que encontrar en mis lecturas la autoría original de aquella idea. Pues no: han transcurrido más de 40 años y sigo sin encontrar lo que esperaba, lo que me alegra, pues enaltece la memoria de don Jaime. Solamente en un libro de historia de Ricardo de la Cierva he leído recientemente que Fermín Galán, el héroe y mártir precursor de la segunda República, habló, de pasada, del Dios inventado por la Iglesia, pero esto no es lo que decía don Jaime, que decía mucho más; había un punto de convergencia entre dos caminos distintos: uno muy corto, el del militar de Jaca y otro mucho más largo, el del maestro de Catarroja.


Otra muestra del ingenio de don Jaime la tenemos en lo que me contó: tenía un amigo con el que había comentado muchas veces, años antes, que en Catarroja los distintos Ayuntamientos habían hecho muy poco o nada. Hacía bastante tiempo que no había visto a aquel amigo y que al encontrarle unos días antes le dijo don Jaime: ¡Cuanta razón teníamos cuando nos quejábamos de la ineficacia de los anteriores Alcaldes! Mira lo que está haciendo ahora este chico, a lo que el amigo le respondió: ¿Por qué? ¿Por que está pavimentando unas calles? Antes de cinco años esos adoquines habrán saltado todos. Quedé sorprendido, me dijo don Jaime, que replicó al permanente descontento diciéndole: Pues mira, procuremos que éste continúe porque éste es capaz de volverlas a pavimentar.


Vino don Jaime varias veces a mi casa para charlar conmigo. Jamás me pidió nada, nunca vi en su actuación el más mínimo asomo de motivación interesada. La primera vez fue porque unos alumnos suyos habían cometido la barbaridad, abusando de su ausencia, de hacer sus necesidades sobre unos pupitres. Por aquellos días el Vicario de San Miguel había abierto, al margen de toda legalidad, una emisora parroquial de radio, la que me ofreció para que tratara temas municipales. Me serví de aquello para dirigirme a los niños de las escuelas; relaté lo sucedido y sin ira pero con firmeza les advertí la indignidad de tales conductas. A don Jaime, que lo oyó, le gustó lo que dije y vino a felicitarme. Ese fue el inicio de una serie de visitas que yo interiormente agradecía porque siempre hay algo que aprender de las personas inteligentes.

En otra ocasión, había otorgado el Ayuntamiento unos premios a los alumnos más distinguidos en las escuelas públicas. Se consideraba entonces que estos premios estimulaban a los alumnos a esforzarse en el estudio, lo que redundaba en beneficio de todos. Ahora se considera que esos premios a los mejores constituyen un reproche a los menos dotados que se ven traumatizados; que lo que hay que hacer es aprobarlos a todos, sin establecer diferencias que vulneran la igualdad que consiste en tratar igual a los estudiosos que a los vagos, a los que se esfuerzan que a los que vegetan, a los aplicados que a los díscolos.


No estaba previsto que fuese yo a ese acto escolar, porque prefería, cuando era posible, que fuesen los concejales los que ostentasen el protagonismo, pero a la hora de ir al Cine Progreso, el concejal correspondiente me pidió que fuese yo a presidirlo, para dar mayor realce al acto. Accedí y al salir del Ayuntamiento me encontré con el abuelo “Siñoret”, Miguel Félix Hernández que, en los principios del siglo había sido Alcalde. Venga con nosotros, que vamos a dar unos premios a unos niños. Nos acompañó y se sentó en la presidencia. Les expliqué a los niños lo que había ocurrido, que aquel anciano había sido Alcalde 40 años antes, que ahora lo era yo pero que se preparasen porque dentro de 20 o 30 años el Alcalde sería uno de ellos. Fue un acto sencillo pero agradable porque los niños son de natural alegres, aunque es posible que alguno tuviera algún asomo de tristeza al ver que para él no había premio.


Don Jaime, que estuvo allí durante todo el acto, con sus alumnos, vino por la tarde a manifestarme, con énfasis contenido, que había quedado maravillado, que ¿cómo era posible que todo aquello hubiera sido improvisado? Me pareció inmerecido el elogio, por lo menos claramente excesivo, pero no podía pensar, dado el concepto que tenía de don Jaime, que fuera adulatorio. Su admiración no estaba justificada pero, aunque errónea, era sincera.


Un día lo comprendí. Sus viejos alumnos, de un tiempo ya lejano, casi todos casados, le ofrecieron una cena, con entrega de un álbum de firmas y, creo recordar, un pergamino, en Casa Villar. Aunque no fui invitado al acto (no había por qué, pues yo no fui alumno de don Jaime) me presenté, terminada la cena, para testimoniar a don Jaime mi aprecio y amistad personal. Antes de terminar el acto, llamó don Jaime a los cuatro o cinco promotores principales y les dijo: Podéis hacer todo lo que queráis, podéis hacer incluso que haga yo lo que os antoje, pero una sola cosa os pido: no me pidáis que yo hable, porque soy totalmente incapaz para hablar en público.

Comprendí entonces muchas cosas de la personalidad de aquel maestro. Un hombre inteligente, excelente conversador, incapaz de hablar en público, solo puede ser un tímido integral; entendí por qué, de tarde en tarde, bebía algo, sin llegar nunca, ni mucho menos, a la embriaguez; es porque el alcohol afloja el freno de la timidez, permite la apertura hacia el exterior de nuestra ingenuidad, nos libera del temor al fallo que nos haga caer en el ridículo, nos hace iguales ante los demás. Don Jaime fue víctima de una timidez que le impidió lograr triunfos a los que su inteligencia podía aspirar.


La última vez que tuve la satisfacción de recibir su visita me dijo al despedirse, refiriéndose a mi conducta como Alcalde: Emilio, no lo hagas demasiado bien. Me dejo perplejo: ¿Qué ha querido decirme este hombre inteligente? No descifraba el enigma. Se lo preguntaré la próxima vez.

No hubo, por desgracia, próxima vez. Sigo con la duda. Hoy no me pregunto ¿qué quiso decirme? sino ¿qué me dijo, que yo no comprendí?

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