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domingo, 7 de febrero de 2010

34.- EL NUEVO MATRIMONIO

Ya nos dijo Alfonso Guerra que los socialistas transformarían de tal modo a España que no la conocería ni la madre que la parió. El vaticinio, que no se cumplió totalmente con la presidencia de Felipe González, puede realizarse ahora con la dirección de Rodríguez Zapatero. La familia, una institución de orden natural, tenía hasta ahora un inicio legal en el matrimonio entre un hombre y una mujer, unión que debería de ser permanente y que sólo la muerte podría truncar. Es indudable que esa cualidad de indisoluble inherente al matrimonio, constituye una restricción de libertad de los contrayentes que, aunque estuvieran mutuamente de acuerdo en disolver el lazo para matrimoniar de nuevo con persona distinta, no podían hacerlo. Este hermetismo del matrimonio canónico tenía su fundamento en la idea de preservar la unidad familiar y tenía el inconveniente de obligar a la convivencia de dos personas que, al menos una de ellas, no quería soportar esa convivencia. En esa sociedad en que se convierte el matrimonio entre un hombre y una mujer la representación, la dirección y la toma de decisiones, caían del lado del marido, al que la mujer tenía la obligación de obedecer.



Puestas así las cosas, es fácil caer en el error de que la institución del matrimonio convertía a la mujer en una esclava del hombre, cuando precisamente lo que conseguía es obligar al hombre a servir a la esposa y a la descendencia. Debemos tener en cuenta que en ninguna especie de los mamíferos los machos viven en régimen de monogamia con las hembras, a diferencia de lo que ocurre con algunas especies de aves. El gato que, pasado un tiempo, ve a una gata amamantando a sus crías, no sabe que éstas son el fruto de aquel encuentro con una gatita arisca en un tejado una noche fría de invierno. No sabe que aquellas crías son tan suyas como de la gata madre. Así debió de ocurrir también entre hombre y mujer en los albores de la humanidad, hasta que un día ambos se enteraron de que aquel niño o niña era fruto común, resultado del acto sexual. A partir de entonces surgió el deseo en el hombre de compartir con la mujer la compañía de aquel nuevo ser, engendrado con la colaboración de ambos, gestado, parido y amamantado por la mujer, pero al que el hombre tenía el deber de alimentar y proteger después. El matrimonio canónico lo instituyó la religión cristiana en defensa de la mujer y de sus hijos, para lo cual obliga al padre y esposo, a mantener, bajo su égida, la unidad familiar.



Este cuadro familiar, ha variado mucho. Hoy la mujer pretende, y ha conseguido afortunadamente, liberarse en muchos casos de la subordinación al esposo. Tiene su puesto de trabajo, con sus ingresos, comparte con el hombre los trabajos domésticos, se separa de él si no le guarda el debido respeto y muchas veces aunque lo guarde. Todo esto representa una notable mejora para la vida de la mujer. La contra la tenemos en que para esta forma de vida del matrimonio, los hijos son un estorbo, lo que merma, como es lógico, la fortaleza de la unidad familiar.



Lo que priva hoy entre la juventud es dar satisfacción al placer sexual. El matrimonio se ve como un posible problema, al que en la mayoría de veces no se encuentra otra solución que el divorcio. Estadísticas recientes nos dicen que el número de matrimonios disueltos es superior al de contraídos. El Gobierno estima que las causas de divorcio admitidas por la ley vigente son muy cicateras y el proceso par la disolución muy lento y caro. El proyecto de ley que se está gestando agiliza los trámites y admite el divorcio sin más causa que la libre voluntad de uno de los contrayentes. Con todo esto el matrimonio tradicional, la unión legal, sea canónica o civil, entre un hombre y una mujer podría pasar a la historia si no fuera porque al propio tiempo se va a permitir el matrimonio civil entre gays y lesbianas. Preparémonos a no ver otros matrimonios que los de los religiosos que renuncian a su fe quebrantando su voto de castidad y los de homosexuales masculinos o femeninas. En esto puede acabar, pasada alguna generación, esa costumbre, cada vez más arraigada, de la vida en pareja, fórmula que hace innecesaria para la separación la tramitación de ningún proceso.



Hasta ahora todo parece favorable a que se legalice, sin ningún inconveniente, el matrimonio entre personas del mismo sexo. Sin embargo, algo queda que dificulta tanta facilidad. Se dice que se legaliza la unión matrimonial entre gays y lesbianas. La homosexualidad es una cualidad que no tiene carácter anatómico, no posee morfología distinta a la de la heterosexualidad. Si admitimos que son homosexuales quienes confiesan serlo, esos que, según se dice ahora, salen del armario, basta la autoconfesión de ser homosexual para que un hombre o una mujer sean así considerados. Esto nos lleva a que dos heterosexuales del mismo sexo puedan unirse en matrimonio sin más que decir que son homosexuales. Podrá pensarse que carece de sentido que dos hombres o dos mujeres heterosexuales convengan en unirse en matrimonio. No está la idea tan carente de sentido. La concesión del estatus legal del matrimonio entre homosexuales no tiene como único fin la normalización de los actos sexuales. Para eso no se necesita ley alguna. La que está en gestación, que será, con toda seguridad, aprobada, concede otros muchos derechos hasta ahora denegados y que pueden ser deseados también por las personas heterosexuales. No es absurdo por tanto que dos personas del mismo sexo, sin ser gays ni lesbianas, se unan en matrimonio con el fin de disfrutar de los derechos que se conceden a los homosexuales, unión que no obstaría para que los dos casados ejercitaran su sexo independientemente o sea normalmente, es decir con personas del sexo complementario.



¿Puede la nueva ley autorizar el matrimonio concediendo derechos especiales a parejas homosexuales y negar lo mismo para los dúos heterosexuales? Debemos pensar que no. Esto sería tanto como conceder privilegios a una clase excepcional de personas, los homosexuales, en perjuicio del resto. Sería ésa una discriminación inaceptable. Otras cuestiones importantes se plantearán con la nueva ley. ¿Podrán unirse en matrimonio dos hermanos o dos hermanas, hijo y padre, madre e hija? Si el principio en que se funda la nueva ley es que la unión en matrimonio es el resultado del amor entre una pareja, sean o no del mismo sexo, habremos de reconocer que el amor entre padres e hijos o el de madres e hijas, surge de la misma relación filial. Sí que es verdad que el matrimonio entre padres e hijas, entre madres e hijos y entre hermanos y hermanas ha estado siempre prohibido. Con ello se trataba de evitar la decadencia de la raza, que degenera con la endogamia. De tal inconveniente queda libre, por su esterilidad, el matrimonio homosexual. Seamos consecuentes: si se consiente el matrimonio entre homosexuales, no hay razón alguna para que no se admita el de heterosexuales del mismo sexo; menos aún el de padre e hijo, el de hija y madre y el de hermanos o hermanas.



Si todo esto va como va, la historia le dará la razón a Alfonso Guerra cuando dijo que a España no la conocería ni la madre que la parió. Realmente parir es también algo que puede pasar al rincón de los recuerdos, porque entre las parejas, los preservativos, las pastillas para el antes y el después, los abortos y los matrimonios entre homosexuales, la España futura va a estar compuesta por negros africanos y por marroquíes del Islam.

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