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domingo, 7 de febrero de 2010

3.- LA NIÑA BONITA

La República fue recibida por una gran alegría por los republicanos y con cierta resignación por los monárquicos, aunque esto de los recibimientos resulta bastante engañoso. Los partidarios del que llega con el triunfo salen a recibirle para agasajarle; los contrarios, no. Recuerdo que durante la batalla de Cataluña, entró mi Bandera, sobre las tres de la tarde, en un pueblo de la provincia de Lérida, Vilanova de Bellpuig. Momentos antes, los rojos o republicanos empezaban el saqueo del pueblo, antes de abandonarlo; nuestra llegada evitó un saqueo masivo. Nos recibió mucha gente, con aplausos, con besos y abrazos, más mujeres que hombres porque muchos de estos estarían en filas; unas mujeres daban vivas, otras lloraban; todas emocionadas. Me llamó la atención la cantidad de chicas jóvenes con camisas azules, con las cinco flechas, confeccionado todo en un trabajo clandestino, en una espera ilusionada. El cabo de mi escuadra dijo: Es emocionante ver como todo un pueblo sale a recibirnos. Le dije: No te confundas, salen a recibirnos solamente los nuestros; unos habrán evacuado, otros han quedado en sus casas; mañana alguno de estos que ahora nos están aplaudiendo, será detenido y pasará por un desagradable proceso. Hablaba yo con ese pesimismo, que desentonaba de la general alegría, porque tenía la experiencia de lo que había pasado en mi pueblo. Cuentan que cuando, restaurada la monarquía por Cánovas, vuelto a España quien fue coronado como Alfonso XII, al ver éste la masa humana que le vitoreaba, exclamó: No esperaba yo que viniera tanta gente a recibirme con aplausos, a lo que alguien le respondió: Pues esto es poco comparado con la gente que acudió para gritarle a su madre la Reina cuando marchó al exilio. La verdad es que siempre hay gente para todo.


No obstante, no cabe duda que la segunda república fue recibida, en general, con sana alegría. “El pueblo español ha dado al mundo una prueba de civismo”, “Un régimen milenario ha sido derrocado sin una sola gota de sangre”, “La madurez política de los españoles ha quedado de manifiesto con un tránsito pacífico de una monarquía a una república, con total y plena normalidad en el orden público”, éstas y otras frases parecidas eran titulares o temas editoriales de periódicos. Todo eran cánticos republicanos al civismo demostrado por la sociedad española.
Bien mirado, todas estas virtudes había que atribuirlas a los monárquicos, que eran quienes habían abandonado, sin la más mínima resistencia, un poder que tenían en sus manos y que dejaban en las de los republicanos; muy especialmente, había que agradecérselo al Rey Alfonso XIII que, con todos los resortes del Ejército y de la fuerza pública a su disposición, cancelaba su reinado sin que ninguna fuerza legal le obligase a ello por cuanto lo que se había puesto en juego en la prueba electoral eran los puestos de concejales y alcaldes que éstos designarían pero, de ningún modo, el puesto de la jefatura del Estado.


Por tanto, si el Rey abandonaba su puesto, si los monárquicos entregaban el Estado a los republicanos para que éstos proclamaran su república, el mérito de que la operación se hiciera de manera incruenta, pacífica, correspondía a aquellos, no a éstos.
Llegaba la República limpia de sangre y de compromisos, sin hipotecas ni resistencias, sin odios ni enfrentamientos. En el viejo juego de la lotería doméstica, aquel en el que participaban especialmente las vecinas bien avenidas en las largas noches de invierno, al número 15 se le llamaba, por razones fácilmente deducibles, “La niña bonita”. Así fue bautizada la segunda república porque, si bien fue proclamada el día 14, en ese día, hasta la hora de la proclamación, por la tarde, hubo Monarquía; fue el siguiente, el 15, el primer día que amaneció ya republicano. La segunda república se nos presentaba limpia, pura, adornada con todas las bellezas. Todos deberían respetar, cuidar y proteger a la Niña, no solo bonita; también inmaculada. Pero...
Veintiséis días después, a unos señores de ideas monárquicas, que ninguna oposición habían hecho a la proclamación de la República, se les ocurrió abrir un Círculo Monárquico en Madrid, en un piso de la calle de Alcalá, un domingo por la mañana. En la celebración del acto, sonó el antiguo himno de granaderos, llamada después marcha real y que había sido durante tantos años Himno de España, pues la primera República mantuvo himno y bandera; solo la segunda cambió esos signos españoles por otros republicanos. Un público expectante en la calle, al oír la marcha penetró violentamente en el local para destrozarlo; echaron muebles, mesas y sillas a la vía pública. Juan Ignacio Luca de Tena, bajo amenaza de muerte, tuvo que huir aprovechando el paso de un coche, subido en el estribo. Las masas se dirigieron al diario A B C, del que Luca de Tena era propietario y director, con el fin de destrozar la maquinaria del periódico; la fuerza pública, para evitarlo, tuvo que disparar; hubo dos muertos. A consecuencia de estos hechos, Juan Ignacio Luca de Tena fue detenido y el diario clausurado durante unos cuatro meses.


El día siguiente, 11 de mayo, se iniciaba en Madrid y a continuación en otras capitales de provincias, una vez más, un incendio de iglesias y conventos. ¿Es que la Iglesia había atacado a la Niña? No, en absoluto. La Iglesia no había hecho la más mínima oposición al cambio de régimen. ¿Por qué, entonces, la Niña o sus adictos se dedicaban a incendiar templos? Sus tutores, los componentes del Gobierno Provisional fueron convocados; el titular de Gobernación, Miguel Maura propuso que la fuerza pública saliera a la calle para evitar más incendios y detener a los autores; su compañero, el Ministro de la Guerra, don Manuel Azaña, se opuso totalmente: Es la justicia inmanente, dijo. Vale más la uña de un republicano que todos los conventos de España. De estas dos opiniones opuestas, triunfó la del señor Azaña, la que implicaba una impunidad para los desmanes. Posteriormente, ha querido justificarse estas barbaridades alegando que aquellos excesos eran desahogos espontáneos del pueblo causados por la represión a que había estado sometido por la Monarquía. Nada de espontáneo podían tener unos hechos vandálicos que estallaban simultáneamente en varias capitales de provincia. Es famoso el telegrama del Gobernador civil de Málaga, dirigido al Ministro de la Gobernación, en el que venía a decir: Sin novedad en los incendios, mañana continuarán. ¿No tenía todo aquello un evidente aspecto de plan premeditado?


Durante la Monarquía derrocada había existido en España, debidamente legalizado por aquel régimen partidos republicanos como, entre otros, el Radical de Lerroux, el Autonomista de Blasco Ibáñez, el Republicano federal, el Partido Socialista Obrero Español, fundado en 1870 por Pablo Iglesias; hubo numerosos Alcaldes republicanos, así como Diputados; Pablo Iglesias pronunció en las Cortes, como diputado por el PSOE, un discurso en el que dijo que el atentado personal contra Maura, diputado de derechas, era una acción lícita; y lo dijo con toda impunidad, sin que se aplicara ni la más mínima sanción como medio de defensa contra aquella incitación al asesinato del jefe del Partido Conservador, un hombre que llegó a sufrir cuatro atentados. Una prueba de esa tolerancia de la monarquía con sus adversarios, se podía comprobar en Catarroja: en la calle Mayor, en lo que hoy es una de las entradas al Salón Internacional, estaba el Casino republicano, que presidía Fernando Ribes, nombrado Alcalde vigente aún la Monarquía, en 1930. Pues bien: viene la República democrática, que es el régimen que representa la máxima libertad política, que se basa en el derecho de reunión, de manifestación, de expresión, de asociación, que propugna la convivencia política, la tolerancia y el respeto a la opinión de los demás, que garantiza a las minorías el derecho, no ya de hablar, sino el de ser oídas, y a unos señores que sienten la añoranza del sistema político a cuyo derrocamiento nada han opuesto, que han entregado el poder en bandeja a los republicanos, son considerados por el Gobierno no como ciudadanos dignos de protección sino como “unos señoritos monárquicos que provocan a la mayoría del pueblo español, que se ha declarado republicano, abriendo un círculo monárquico”. Es decir que en un régimen represivo, como, según sus adversarios, era la monarquía, se podía ser republicano y ejercer cargos políticos importantes, pero en un régimen tolerante como la república no se podía abrir un círculo monárquico.


La República mostró desde su origen no una imagen de respeto a todas las ideologías, no un ambiente de tolerancia para todas las creencias, no una postura de defensa de la libertad de expresión de todas las opiniones; ya vimos que Fermín Galán, en el artículo único de su Bando, castigaba con el fusilamiento, sin formación de proceso a todos los que, simplemente, manifestaran de palabra su oposición a la república naciente por la que él se había alzado; ahora, el 11 de mayo de 1931, a los 27 días de ser implantada la república democrática, la opinión del Ministro de la Guerra, de quien sería después el personaje más destacado de la República, el hecho de atentar contra la Iglesia católica, privando a los creyentes cristianos del ejercicio de las prácticas de su fe, no constituía ningún ataque a derechos humanos, ninguna merma del estado de derecho; contrariamente, todo aquello era una consecuencia de la justicia inmanente.


Después se atacaría a la Compañía de Jesús declarándola ilegal, incautando sus bienes, sería desterrado algún obispo, se privaría a la Iglesia del derecho a ejercer la enseñanza privada. Todo eso ocurría cuando la Iglesia, como ya hemos dicho, no había mostrado la más mínima oposición al advenimiento de la República, cuando la característica de una democracia es el cuadro más amplio posible de la libertad y la tolerancia. Nada tiene de extraño que, después de todas aquellas medidas, esa Iglesia tan tenazmente perseguida adoptara, por puro derecho de legítima defensa, una posición contraria a los partidos que tan reiteradamente la atacaban y, consecuentemente, el acercamiento a sus adversarios políticos. Pues bien: para muchos de los historiadores de la época, aquellos que actúan más como propagandistas que como historiadores, fue la Iglesia la que, al venir la República, se puso frente a ella. Los franceses suelen usar una frase graciosa que sirve para casos como éste: “¿Fulano? Es un violento malvado; si le atacan se defiende.”


Este conflicto entre la autoridad política y la religión católica, tuvo su repercusión en Catarroja. Fernando Ribes, designado Alcalde durante la vigencia del Gobierno Berenguer, vigente aún la Monarquía, había presentado en las elecciones del 12 de abril su propia candidatura en representación del Partido Republicano Autonomista. No conozco el resultado en detalle de aquellas elecciones en Catarroja; solo sé que Ribes fue confirmado como Alcalde, lo que entra dentro de la más estricta lógica: si lo era vigente aún la Monarquía ¿cómo iba a dejar de serlo al venir la República siendo él el jefe del único partido republicano que había presentado candidatura? Por otra parte, el Partido Autonomista era la creación política de Blasco Ibáñez, enemigo declarado de la Iglesia, como demuestra toda su trayectoria pública y, sobre todo, esa novela suya “El Intruso” donde en tan mal lugar deja al personal eclesiástico. El Gobierno prohibió las procesiones en toda España lo que produjo un gran disgusto, no solamente en quienes vivían en la práctica de la fe cristiana, sino también (sobre todo las mujeres) que aún viviendo fuera de esa práctica, gustaban de esa especie de pases de modelo que hacían chicas y chicos jóvenes que estrenaban trajes y vestidos y se engalanaban con ellos para exhibirse en los desfiles procesionales.


La Iglesia, por su parte, tampoco se prestaba a renunciar a lo que hasta entonces había sido un tácito sometimiento a sus normas. Por ese tiempo, año 32 o 33, falleció un señor, no recuerdo quien, que dejó dicho que no quería ser enterrado por el rito cristiano, que rechazaba toda asistencia religiosa. La Iglesia no tenía ningún derecho a oponerse a la voluntad del fallecido, aparte de que era pura y total incongruencia realizar preces por quien las rechazaba. Recuerdo el gran escándalo que estalló por este asunto. Hoy, con un criterio más formado sobre la cuestión, opino que si aquel señor quiso ser enterrado sin asistencia religiosa en el cementerio civil, la Iglesia carecía de todo derecho legal y ético para imponer su presencia en el entierro y que era un atropello inexplicable no respetar la última voluntad del difunto; otra cosa era que los familiares del difunto pretendieran que fuera enterrado en el cementerio católico; no puede enterrarse en lugar católico a quienes, aún habiendo sido bautizados, hayan renegado públicamente del catolicismo; en este caso, la oposición de la Iglesia a que fuese enterrado en el cementerio católico, estaba totalmente dentro de la ley civil, de los cánones de la Iglesia y de la más simple lógica: el cadáver tenía que ser enterrado en el cementerio civil.


Poco tiempo después, se celebraron las elecciones legislativas de Noviembre de 1933; ganaron las derechas y el centro sobre las izquierdas. Don Alejandro Lerroux pasó a presidir un gobierno formado exclusivamente por ministros del Partido Radical, que contaba con el apoyo de lo que entonces era el equivalente a los partidos demócrata-cristianos, la CEDA, de la que era jefe don José Mª Gil Robles, la prohibición de celebrar procesiones fue retirada y modistas, mozos, mozas y señoras de mayor edad pudieron gozar, otra vez, de realizar, lucirse y contemplar desfiles de modelos.

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