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domingo, 7 de febrero de 2010

22.- DON JACINTO ARGAYA

Lo escrito sobre don Joaquín, sacerdote, me trae a la memoria a don Jacinto Argaya, Obispo auxiliar en tiempo en que fue Arzobispo don Marcelino Olaechea, que tanta obra social realizó en Valencia. Procedían ambos de la zona que durante la guerra civil había estado incorporada al bando de Franco. Argaya era vasco y Olaechea navarro. Era notorio, aunque la prensa, controlada, nada dejara ver, que ninguno de los dos simpatizaba con el régimen franquista. Aunque fuera evidente la persecución que sufrió la Iglesia por parte de la República del 31 y de la zona roja o republicana, con siete u ocho mil asesinados entre clero, monjes y monjas, sin contar los muchos seglares caídos por su fe o por sus prácticas católicas, estos dos vasco-navarros pudieron sentirse disconformes con la persecución que sufrieron en la retaguardia franquista las gentes de izquierda y la represión habida en la región vasca al ser ganada, en 1937, por las tropas de Franco. En esa represión fueron condenados por Consejos de Guerra y ejecutados catorce sacerdotes. Esto ha llevado a algún historiador de izquierdas a considerar que matar sacerdotes no fue exclusiva de los rojos sino una acción doble de rojos y fascistas, sin distinguir entre siete u ocho mil y catorce, ni considerar tampoco que una cosa es matar por la simple condición de ser sacerdote, fraile, monja o católico creyente practicante y otra, totalmente distinta, matar por haber sido separatista, abertzale o gudari, independientemente de si se era o no sacerdote. Cuando vemos el comportamiento que en la democracia actual ha tenido una parte del clero vasco que ha generado, apoyado, o alentado a terroristas, ocultando sus armas, etc. podemos estimar que si alguno de esos sacerdotes fueran condenados por los tribunales, no lo serían por su condición de sacerdotes sino por su colaboración con el terrorismo.



Bien: el caso es que, a pesar de todo, la enemistad o disconformidad que don Marcelino y don Jacinto pudieran sentir con el régimen de Franco, eran para mí, Alcalde franquista, perfectamente explicables. De pronto, el Arzobispado decide enviar a Roma unos sacerdotes valencianos, no para cursar estudios teológicos ni para instruirles en la práctica del sacerdocio, sino por la razón de que en Roma, nada menos que en Roma, cabeza de la cristiandad, faltaban sacerdotes. Uno de los elegidos para este destino, había sido don Joaquín.



Nuestro párroco de San Antonio, no se oponía a la designación, lo que hubiera sido contradictorio con su entrega incondicional al servicio de su fe, pero sí que sentía abandonar la empresa de divulgación cristiana que estaba realizando en Catarroja, sentimiento que era compartido por quienes teníamos conciencia de lo que la parroquia de San Antonio perdía con la ausencia de don Joaquín.



Fuimos a hablar con don Jacinto Argaya el Presidente de la Acción Católica Parroquial, Antonio Muñoz Cabo, Andrés Sandemetrio Ferrer, primer Teniente de Alcalde, que vivía en la calle de San Antonio, y a quien yo consideraba como una especie de Alcalde del arrabal, y yo. Antonio Muñoz era uno de esos católicos que no lo son de una manera circunstancial, rutinaria o acomodaticia, sino que sienten hondamente la fe, que están frecuentemente viendo, en los más diversos casos, la mano de la Providencia, la acción del Espíritu Santo. Los hay tan extremados que, cuando su equipo de fútbol gana un partido importante lo atribuyen, no a los goleadores ni a la táctica del entrenador, sino a la protección divina. Claro está que siguiendo en esa línea, cuando pierden habrían de pensar que el Espíritu Santo se había alineado entre los hinchas del equipo contrario; pero no, el buen católico ha de pensar, entonces, que todo ha sido obra de Satanás. Bueno: aparte esas disquisiciones, puramente humorísticas, resumo: Antonio Muñoz era un católico ejemplar, un buen discípulo de la Iglesia. Sandemetrio y yo, sin ser contrarios a la Santa Madre, vivíamos más alejados de esa disciplina.



Al subir los tres en el autobús (entonces los Ayuntamientos carecían de coches y chóferes y se privaban del lujo de usar los taxis) Antonio Muñoz nos preguntó a Sandemetrio y a mí: ¿Vosotros sabéis como tenéis que hablarle al señor Obispo? Yo, que presentía por donde iba la pregunta, pero que sabía del acusado sentido del humor que tenía Andrés Sandemetrio, aunque no lo pareciera por su aspecto serio, respondí: Sí, hombre, en castellano. Muñoz, que no captó el humor, replicó seriamente: Desde luego, pero me refiero al tratamiento. Hice un gesto de ignorancia y añadió: Tiene el tratamiento de Ilustrísimo y Reverendísimo. Sandemetrio coronó el tema diciendo: Collíns, qué llarc. Llegamos al Palacio Arzobispal, a la hora que nos habían señalado al pedir la audiencia y el portero nos abrió la puerta.



Yo he tenido la curiosidad de fijarme al visitar a cualquier autoridad superior, en la forma en que recibía. Salas Pombo, Gobernado civil y Jefe provincial del Movimiento recibía en la puerta, daba la mano, acompañaba hasta la mesa, señalaba el sillón en que habías de sentarte, y, cuando él se sentaba detrás de la mesa, lo hacía el visitante. Terminada la conversación, se levantaba, acompañaba hasta la puerta que abría y te despedía dando la mano. Uno de los Gobernadores posteriores a Salas recibía sentado en la mesa, el portero anunciaba, el visitante tenía que entrar, dirigirse a la mesa, dudaba entre ofrecer su mano o esperar a que el jefe la ofreciera. Al terminar la visita el Gobernador continuaba sentado; el visitante tenía que andar solo hasta la puerta, dudaba en si caminar dando la espalda al jefe, lo que no parecía fino, o caminar hacia atrás, como los cangrejos, lo que parecía excesivamente cortesano, amén de correr el peligro de derribar algún mueble imprevisto. El caso es, y volviendo a lo nuestro, que cuando el portero fue a abrirnos la puerta del despacho del Obispo, pensé: El Obispo antifranquista va a recibir a un Alcalde franquista. ¿Cómo lo hará? Se abre la puerta y aparece detrás de ella don Jacinto Argaya. Entra primero Antonio Muñoz, quien hace al Obispo una reverencia perfecta, una genuflexión y un beso del anillo pastoral; ejecución exacta, marcando los tiempos, como la suerte del volapié cuando se ejecuta según los cánones. Terminada, se levantó lentamente para decir: Ilustrísimo y Reverendísimo señor Obispo, Andrés Sandemetrio, primer Teniente Alcalde y Emilio Porcar Alcalde de Catarroja. Sandemetrio, en quien yo había advertido un gesto no sé si de admiración o asombro, al ver aquella ejecución, no quiso entrar en laberintos silábicos y se limitó a besar el anillo, más o menos, marcando un ángulo en su pierna derecha mientras mantenía tiesa la izquierda; vamos, que se alivió, como dicen los críticos taurinos. Al llegar mi turno me limité a dar la mano, sin doblar la columna vertebral ni besar el anillo diciendo simplemente: ¿Cómo está usted, señor Obispo? A lo que respondió: Muy bien, señor Alcalde, lo que deseo para usted, que tampoco tiene mal aspecto. Sandemetrio me dirigió una mirada cómica que venía a decir: Ara, sí que m’has fotut.



Estuvimos hablando una media hora con el Obispo auxiliar, que se mostró siempre de una manera muy sencilla y natural, libre de ringorrangos. En resumen, Antonio Muñoz, con algún ilustrísimo y reverendísimo, estuvo muy acertado en hacer constar que don Joaquín Escrivá estaba haciendo una gran labor en la parroquia, fomentando y haciendo crecer la Acción Católica, atrayendo a gente que siempre había vivido si no en contra sí indiferente a la Iglesia. Sandemetrio, eludiendo tratamientos, manifestó que la parroquia estaba constituida por el sector del pueblo económicamente más débil y que la vida austera de don Joaquín, que se entregaba mucho a los pobres, constituía un gran ejemplo; yo, que a todo lo que llegué en el tratamiento fue a llamarle señor Obispo y, por variar, don Jacinto, ratifiqué todo lo dicho por mis antecesores añadiendo que comprendía que el Obispado sabía mejor que nosotros lo que convenía a la Iglesia, que, al fin y al cabo, nos considerábamos muy honrados por el hecho de que para ejercer de misionero en Roma, se hubiese elegido a un párroco de nuestro pueblo, pero que si la estancia en Roma era cuestión simplemente temporal, nos gustaría que, al volver don Joaquín a España, se reintegrara a la Parroquia de San Antonio, para reanudar la labor iniciada, labor que el Obispado podía infravalorar por desconocimiento, y que el objeto de nuestra visita era, principalmente, dejar constancia de ella. La respuesta, resumida, del señor Obispo, que acusó mi ironía de “misionero en Roma” con una elegante sonrisa, fue: No se preocupen ustedes, no se preocupe usted, señor Alcalde. Creo que esto que se planea desde Roma es una prueba que durará unos pocos meses; al volver don Joaquín a España, y no creo que tarde mucho, en lo que de mí dependa, volverá a ser Párroco de San Antonio en Catarroja. Vayan tranquilos.


Al salir, hubo repetición de ceremonia por parte de Muñoz. Sandemetrio se limitó, ya, a ofrecer al Obispo simplemente la mano, y al hacerlo yo no la tomó, me abrazó y me dijo: Señor Alcalde, siempre que quiera usted algo de mí, no pida audiencia, venga aquí y si estoy solo entre sin que le anuncien; si tengo visita le recibiré en cuanto termine.



Pocos días después, vino a hablar conmigo don Joaquín. Me dijo: Ayer estuve hablando con el Obispo. ¿Qué le hizo usted? Me pareció que la pregunta tenía un tono acusatorio. No creo que le hiciera nada malo; desde luego que le hablé tratándole como señor Obispo o don Jacinto, pero me pareció que no lo recibía mal. No, no, si lo que me dijo es que le dejó usted maravillado. Eso es manera de pedir las cosas, me dijo. No será de Acción Católica ¿verdad? No, no lo es. Claro, se nota enseguida, remató el Obispo.



Habrían pasado unos dos años y me avisó don José Serra, el Arcipreste, que venía don Jacinto Argaya, a celebrar una misa con motivo del cambio de una imagen, creo que del Sagrado Corazón de Jesús y que la llegada estaba señalada a las 9 de la mañana del domingo. A las nueve menos diez estaba yo en la puerta del Ayuntamiento. A las nueve menos cinco, aparece un coche negro por la calle de la Iglesia y para frente al templo; lleva el banderín arzobispal. En la puerta del templo está Salvador Hernández, “Porra” el sacristán, que se interna precipitadamente para advertir a don José. Desciende el Obispo del coche y no hay nadie de la Iglesia que le reciba. Me acerco y se me adelanta, para darme un brazo y decirme: ¿Cómo está usted, señor Alcalde? Después comenté esto con don Joaquín, que había vuelto, hacía tiempo, de Roma: ¿Cómo es posible que me recordara? Me contestó: Tiene una memoria enorme. Salió don José apresuradamente: Señor Obispo, no le esperábamos tan pronto. He venido a la hora que usted me dijo, a las 9. Pero... Déjese de peros y no se preocupe; yo llego a la hora que ustedes me dicen y ustedes nunca están; estoy acostumbrado.



Celebró la misa y en la plática dijo: Cambiáis una imagen vieja por otra mayor y más bonita. Bien: más madera para la segunda vuelta. Terminado el acto salimos para despedirle en la plaza. Estaban todos los párrocos y vicarios del contorno, llegados todos después que el obispo. Cuando se fue, uno de los varios vicarios, dijo: Ha dicho más madera para la segunda vuelta, o sea para cuando vuelvan a quemar las imágenes; otro manifestó: No, no ha dicho eso. Otro: sí, sí que lo ha dicho, pero lo que ha querido decir es... Le interrumpí y, metiéndome en camisa de once varas, dije: No le den ustedes vueltas, lo que ha dicho, muy claro, es “más madera para la segunda vuelta”, y lo que ha querido decir está tan claro como lo que ha dicho. Y el caso es que nadie me contradijo.

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